En 1918 apareció un
nuevo tipo muy peligroso de gripe. Los primeros casos se dieron en Kansas,
Estados Unidos, en marzo de ese año, entre soldados acuartelados que esperaban
trasladarse a Europa para participar en la I Guerra Mundial. Al llegar a Francia
los soldados infectados transmitieron el contagio entre los puertos de
desembarque y entre las tropas aliadas, infectando también a los prisioneros
del ejército alemán. Muchas operaciones militares tuvieron que suspenderse por
falta de efectivos, y el transporte masivo de tropas por ferrocarril expandió
el virus por todos sitios. A la gravedad de la enfermedad se sumaban los
problemas alimentarios de gran parte de la población, y las limitaciones que
todavía tenía la medicina (aunque los médicos sabían que se trataba de un
germen, el virus de la gripe sólo pudo aislarse en 1930). Se produjo una
pandemia a nivel mundial.
Dado el estado de
guerra, los países contendientes impusieron una censura en la prensa, prohibiéndole
escribir sobre este asunto. Como España era un país neutral los periódicos
locales dieron cuenta de la epidemia, por lo que en el resto de países se
comenzó a hablar de la “gripe española”, cuando ni su origen ni su expansión tuvieron
nada que ver con España.
En
España en el invierno de 1889-1890 ya se había padecido una epidemia de gripe
procedente de Asia Central, de gran expansión y conocida por el nombre que le
dieron los italianos, influenza, que
motivó la muerte de 375.000 personas en Italia. Aquí se la bautizó como
“trancazo”, pues decían que los fuertes dolores musculares que producía eran
similares a los sufridos tras ser molido a palos. En Villanueva sólo hubo un
caso en estos años, pero al siguiente, en 1891, hubo un rebrote de gripe que ocasionó
28 defunciones entre finales de agosto y principios de octubre, sobre todo en
personas mayores de 50 años.
En
mayo de 1918 llegaba a España la nueva epidemia de gripe, en los trenes que
transportaban desde Francia obreros portugueses y españoles, afectando sobre
todo a Madrid, Extremadura, Andalucía y algunos sitios de Castilla y León. Los
españoles, demostrando un humor muy peculiar, la bautizaron como “Soldado de
Nápoles”, en alusión al coro de la zarzuela “La canción del olvido” que
triunfaba entonces en la península, ya que, en el decir de la gente, canción y
gripe eran de lo más pegadizo. En Villanueva de Córdoba apenas si tuvo
incidencia, y sólo se registraron seis casos de defunción por gripe entre mayo
y agosto de 1918.
El
gobierno de concentración de Antonio Maura se vio desbordado por la situación.
En el primer año del conocido como “trienio bolchevique”, la inflación, la
escasez de alimentos, medicamentos y carbón provocaron cientos de huelgas; el
campo sufrió más esta situación, provocando un éxodo a las ciudades y
contribuyendo a aumentar el contagio; el rey Alfonso XIII amenazaba con
abdicar, y la sombra de un golpe militar planeaba permanentemente. El gobierno
intentó minimizar la importancia de la epidemia, con la esperanza de que pronto
pasaría. Se negó a declarar el estado de alarma en Madrid, ya que ello hubiera
supuesto la suspensión de las fiestas patronales de San Isidro, considerando
que aumentarían el quebrando anímico y económico.
Los
médicos no podían contribuir mucho, dado el desconocimiento que tenían sobre el
origen de la enfermedad. Sabían que se trataba de un microbio, pero no conocían
ningún tratamiento efectivo contra él. La llegada del buen tiempo paró la
epidemia, pero como consecuencia, enfermó el 25% de la población española,
muriendo unas 70.000 personas.
Con
el otoño, en septiembre de 1918, volvió la segunda oleada de gripe. Nuevamente
apareció en Estados Unidos, en Bostón, y se desplazó hacia Europa y África otra
vez a consecuencia del movimiento de tropas. También los trenes se encargaron
de transmitir la enfermedad, como en la primavera. El medio millón de españoles
que volvía de la vendimia francesa y los soldados portugueses licenciados tras
la guerra, contagiaron a su paso todas las estaciones. Coincidió con el cambio
de reemplazo en los cuarteles, enfermando uno de cada nueve soldados. El
ministerio intentó retrasar la fecha del licenciamiento para evitar el
contagio, pero el descontento popular lo hizo inviable.
Esta
vez la gripe que encarnizó con ferocidad en provincias que apenas habían
padecido la oleada anterior, y que por lo tanto no estaban inmunizadas. Hubo
lugares especialmente castigados, como Medina del Campo, enclave ferroviario
rumbo a Portugal. Los portugueses llegaban enfermos y hacinados, y pronto contagiaron
a la población. Se les prohibió apearse de los trenes, pero fue aún peor, pues
morían como animales en los mismos vagones. El gobierno tuvo que tomar allí
medidas especiales, al resultar contagiado el 87% de la población, muriendo 420
de sus 6.000 habitantes (es decir, 70 de cada mil).
Como
en la crisis de la primavera, el gobierno siguió sin tomar medidas efectivas,
tratando de ganar tiempo mientras la epidemia desaparecía por sí sola, pero el
virus era muy cabezón, y hasta acabó enfermando el ministro de Estado, Eduardo
Dato. El propio presidente Antonio Maura tuvo que reconocer su existencia, ya
que en octubre moría de gripe una hija suya en Cantabria. Una vez que se aceptó
la evidencia, se tomaron medidas llamativas, aunque no sirvieran para nada o
fueran inaplicables; lo importante era demostrar a la población que se estaba
haciendo algo, y evitar el desorden social, que en realidad era lo que le
preocupaba al gobierno. No se tomaron medias que hubieran sido prácticas,
aunque impopulares, como suspender las fiestas populares, retrasar el comienzo
del curso escolar, cerrar cines, teatros, plazas de toros, etc., que hubieran
contribuido a paliar la expansión de la enfermedad, sino que patronales y
sindicatos no querían ver alterada su vida cotidiana por miedo a paralizar sus
negocios o perder su trabajo o influencia social. Las Juntas Provinciales de
Sanidad sólo se atrevieron a declarar el estado de epidemia a finales de
septiembre.
La
epidemia se extinguió por sí misma, pero sus efectos fueron terribles. Atacó a
menos gente que la epidemia de primavera, un 15% de la población española, pero
fue más letal, ocasionando 170.000 muertes. El gobierno quedó muy tocado, y el
presidente Antonio Maura dimitía a principios de noviembre, en parte como pago
de la factura de la gripe.
En
1919 apareció una tercera oleada, que provocó la muerte de unos 25.000 españoles,
y en 1920 un cuarto embate, que esta vez se cebó en los niños menores de un
año, al contrario de lo que había pasado en las tres anteriores. La explicación
es clara: los que habían sobrevivido a las tres primeras pandemias estaban ya
mayoritariamente inmunizados.
Villanueva
de Córdoba se vio afectada sobre todo en la segunda oleada, la de otoño de
1918. El primer caso se registra el 21 de septiembre, pero es sobre todo a
partir de octubre cuando la epidemia se dejó sentir con toda su intensidad. El
número de defunciones causadas por la gripe aumentaba cada día; el Ayuntamiento se vio obligado a
contratar cuadrillas de trabajadores extras para sepultar a los difuntos. Los
sacerdotes administraban el viático discretamente para no asustar más a la
población, acelerando el ritual funerario, y también las campanas dejaron de
doblar ante al gran número de óbitos: el 9 de este mes se produjo el mayor
número de defunciones en un solo día en la historia de Villanueva, trece (cifra
sólo superada en la Guerra Civil de 1936-39). En noviembre se registraron ocho
defunciones por la gripe, y sólo una en diciembre. Hasta mayo del año siguiente
no aparece anotada ninguna otra defunción por gripe.
Las cifras de la catástrofe en Villanueva hablan
por sí solas: sobre una población de unos 11.570 habitantes, la gripe ocasionó
107 defunciones de las 370 que se produjeron en 1918, provocando una mortalidad
de 34 personas por cada mil; la media de los cuatro años anteriores y
posteriores había sido de 239 óbitos anuales, o de 21 defunciones por mil
habitantes.
La epidemia se propagó hasta los lugares
menos habitados: en la Casilla de Peones Camineros del Contadero (Cardeña), donde
habitaban tres peones y sus familias, fallecieron cinco mujeres y dos niños
entre el 23 de octubre y el 22 de noviembre. Entre Cardeña, Azuel, Venta del
Charco y del Cerezo se produjeron este año 123 defunciones, con una mortalidad
de 49 personas de cada mil. Comparando los mismos cuatro años anteriores y
posteriores a 1918, le media fue de 71 defunciones anuales, equivalentes a 28
por mil habitantes.
Un aspecto a destacar de esta epidemia en
Villanueva es que afecto especialmente a las personas entre 21-40 años de edad,
cuando en otras epidemias anteriores. Estos
datos eran muy diferentes de los de otras epidemias anteriores, como la
viruela, que atacaba sobre todo a los niños (hasta el 90% de las defunciones).
No hay paradoja alguna, pues se puede explicar perfectamente desde el punto de
vista evolutivo. Veamos el ejemplo de la viruela. En 1839 se produjo una gran
epidemia de la misma en Villanueva, provocando 139 defunciones y afectando a
más de mil niños. Cuando en 1847-48 se produjo otro brote, volvió a incidir
sobre todo a los más jóvenes, porque sus padres, abuelos, tíos o hermanos
mayores ya habían quedado inmunizados en la epidemia anterior y en otras
precedentes; sólo provocó 44 muertes. La última gran epidemia de viruela en
Villanueva, la de 1874 con 102 defunciones, nuevamente se ensañó con los niños,
por la vacunación “a las bravas” que habían padecido sus mayores.
Hoy en día las circunstancias no son iguales, y se
conocen las medidas, de sentido común, a tomar entre todos para paliar la
propagación de una pandemia.