En el dolmen de Las Agulillas

lunes, 4 de julio de 2016

La necrópolis tardoantigua de la Viñuela (Villanueva de Córdoba)



     En agosto de 1931 Ángel Riesgo Ordóñez descubrió un grupo de seis sepulturas en la zona de la Viñuela, unos ocho kilómetros al sureste de Villanueva de Córdoba.

     Riesgo se percató que había dos grandes modelos entre las tumbas que encontró del tiempo de la Hispania Tardía en el norte de Córdoba. Por un lado, estaban las asociadas a aldeas próximas, con varias decenas de sepulturas; por otro, micronecrópolis de una a seis tumbas, a pocos metros de pequeños lugares de hábitat (que todavía eran visibles en la época de Riesgo). Autores actuales han encontrado esta relación en el interior peninsular, y han denominado a ambos tipos “necrópolis tipo aldea”, con un gran número de sepulturas y con amplia pervivencia en el tiempo; y “necrópolis tipo granja”, de muy pocas tumbas, unidas a núcleos de viviendas familiares que no parecen que superasen una generación. Esta necrópolis que traemos correspondería a este tipo, al “modelo granja”.

     Riesgo define a las sepulturas de esta necrópolis de la Viñuela “de construcción corriente, paredes de mampostería en seco, recias tapas perfectamente acuñadas, que impidieron filtraciones en la cámara. No contenían restos humanos”, a excepción de la quinta, que contenía el esmalte de cinco muelas que, a juzgar por su tamaño, estimaba que eran de una persona joven. La forma de construcción de las tumbas, que denomina “corriente”, por ser el tipo más abundante en el norte de Córdoba, corresponde a una cista con lajas laterales y cubierta de grandes lastras. Riesgo las definió así en sus cuadernos de campo: “Están formadas por una cámara de sección trapezoidal, con paredes de grandes losas colocadas verticalmente, cubiertas con enormes piedras y losas de estructura irregular según se hallaban en las canteras o errantes por el campo, perfectamente acopladas unas a otras, retocadas sus junturas con otras pequeñas piedras y barro, con el fin de que no pudiese entrar en ellas tierra ni agua. Hállanse algunas pocas en que sus paredes son de mampostería en seco perfectamente construidas. La costumbre del enterramiento en estos villares debía hacerse sin rellenar de tierra, pues fueron halladas muchas en que por estar sus tapas perfectamente ajustadas no había entrado ni la más fina arena y arcilla, hallándose el ajuar cual había sido depositado con el yacente. También parece no ser enterrado con vestimenta ni mortaja, especialmente las de este grupo, pues a pesar de hallar muchas con su esqueleto y ajuar intacto, por estar en lugares de pronunciada vertiente y lugares areniscos y secos, no hay el menor vestigio de tejidos, [ya] que pudieron ser escasos asimismo los usados. Todas, las de las villas también, guardan una orientación determinada de saliente a poniente, con los pies al saliente”.

     De estas seis sepulturas, cuatro contenían un depósito ritual, es decir, objetos que no tienen que ver con la construcción de las tumbas ni con la indumentaria de los finados (anillos, broches de cinturón, pulseras, collares…), y que se depositaron con una intencionalidad ritual.

     En conjunto, en las cuatro sepulturas con depósito ritual encontró Riesgo siete piezas cerámicas y dos platos de vidrio. Estos platos de vidrio, como se ha visto en el blog, son una peculiaridad de las costumbres funerarias del norte de Córdoba en esta época, y una rareza en el conjunto peninsular, pues han aparecido muy escasos objetos similares en el resto de ella (aunque sí son frecuentes en Renania o el norte de Francia, por ejemplo.

     Las piezas de cerámica son algo sorprendentes en conjunto, por la convivencia de distintas formas y técnicas. En la primera sepultura, por ejemplo, hay un jarro y un cuenco que se hicieron bien manualmente bien con el recurso de la torneta. La pasta de ambos no está depurada, contiene desgrasantes minerales de grueso tamaño.


      Los objetos de la tercera sepultura, sin embargo, son de técnica diferente: hay un cuenco de terra sigillata hispánica tardía meridional, y un jarro hecho con el torno rápido, con pasta más fina que las de la primera sepultura. El color de la arcilla de este jarro es amarillento, lo que indica una procedencia alóctona, pues el barro local ofrece unas pastas de color anaranjado o rojizo. Los objetos de la cuarta están igualmente confeccionados manualmente o con torneta, mientras que el cuenco de la quinta se hizo con torno rápido.

 

     Estas diferencias son interesantes, pues la necrópolis parece un grupo homogéneo, que Riesgo encontró íntegro. Al estar juntas, inmediatas unas a otras, la impresión que da es que son del mismo tiempo, es decir, que entre unas y otras no hay grandes espacios temporales de diferencia.

     La datación es un problema sin resolver, no hay ningún objeto de vestuario o de adorno que pueda indicar al menos una cronología relativa. La terra sigillata hispánica tardía meridional se han datado en el siglo V d.C., pero eso no quiere decir que fuera en ese siglo cuando se hicieran todas las tumbas. Por ejemplo, en la basílica del Germo (Espiel) apareció un cuenco africano de borde polibulado, Hayes 97; se ha fechado igualmente en el siglo V. Sin embargo, según sus excavadores el Germo comenzó a construirse a comienzos del siglo VII.

     Por lo que se sabe del centro peninsular, en el medio rural la tecnología de fabricación de objetos cerámicos cambia a lo largo del tiempo. Hasta el siglo V son mayoritarias las fabricaciones con torno rápido, pero a mitad del siglo VI los porcentajes entre éstas y las hechas a mano o con torneta se igualan, para ser éstas predominantes numéricamente a partir del último cuarto de ese siglo.

     Extrapolando estos datos, me inclino por una cronología avanzada, más que del siglo V considero que de al menos mediados del siglo VI en adelante. En la necrópolis madrileña de Gózquez se han encontrados dos recipientes cerámicos en las tumbas (una ollita a torno lento y un jarro con torno rápido), en un contexto fechado entre la segunda mitad del siglo VII y el siglo VIII d.C. Durante las etapas anteriores del poblado (siglo VI y primera mitad del VII) sólo hay objetos de indumentaria en las tumbas, no cerámicas.

     Según se ha visto también en el centro de la Meseta, en el yacimiento toledano de la Vega Baja, de tipo urbano, predominan las producciones hechas con torno rápido a finales del siglo VII e inicios del siglo VIII, mientras que en el ambiente rural son porcentualmente muy pequeñas desde finales del VI. En la necrópolis de la Viñuela que estamos viendo hay un objeto de terra sigillata, dos fabricados con torno rápido y cuatro a mano o torneta. La paulatina predominancia de estas formas en el ámbito rural, no realizadas en un torno alfarero, puede ser una consecuencia de las circunstancias de la época.

     Durante los buenos viejos tiempos del Imperio había grandes hornos que fabricaban, prácticamente en serie, miles de piezas cada vez. Al reducirse los costes de producción, con la homogeneidad cultural del Imperio y las buenas calzadas que comunicaban sus partes, los objetos de terra sigillata llegaban a todos los lugares y a un precio asequible. Pero al colapsar el Imperio también lo hicieron sus infraestructuras, disminuyó el número de grandes alfares y, sobre todo, se interrumpió el tránsito comercial entre la ciudad y el campo. Eso no quiere decir que se interrumpiera radicalmente el comercio (el jarro de la cuarta sepultura no tiene un origen local, y al norte de Córdoba siguieron llegando objetos como la patena del Germo o una lucerna tardoantigua), pero sí que se dificultó enormemente. Es presumible lo arduo que tendría que ser transportar unas ollas o jarros a lomos de caballerías, aprovechando las escasas calzadas romanas que siguieran en uso, o por caminos de herradura. Desde la capital cordobesa hasta los Pedroches hay tres días de viaje a lomos de caballerías, cruzando Sierra Morena.

     Pero la gente del campo seguía teniendo las mismas necesidades que siempre, de almacenar alimentos, cocinarlos y de servirlos en la mesa (o incluso de introducirlos en las tumbas de sus familiares). Algunos objetos podrían fabricarse de madera (platos, dornillos o cucharas), pero para otros usos (como los fúnebres) los de cerámica seguían siendo imprescindibles, y los de importación no cubrían todas las demandas. En estas circunstancias, me planteo que si en la Vega Baja de Toledo continuaron usando objetos hechos a torno rápido es porque había una demanda suficiente que permitía que se mantuviese algún torno alfarero, mientras que en el campo no existía ese volumen de clientela potencial que permitiera su existencia.

     El torno rápido es demasiado voluminoso para transportarse, digamos que continuamente, de un lugar a otro. Sin embargo, los elementos de la torneta y otras herramientas necesarias para el alfarero, como espátulas, caben en un zurrón. Así que me imagino a un artesano que iba de una aldea a otra. Al llegar a una, podría usar su horno, o bien construir uno donde encontrara lo que necesitaba: barro, agua y combustible. Desde allí podría fabricar lo que le demandasen desde esa aldea y los núcleos de población cercanos (por el registro arqueológico debió una gran cantidad de pequeñas agrupaciones tipo “granja”), recibiendo a cambio alojamiento, comida y alguna retribución. Acabado su trabajo, se pondría otra vez en camino hacia otra aldea.

     Este modelo podría explicar por qué aparecen cuencos carenados del mismo tipo en Gózquez (Madrid) o en el norte de Córdoba. No solo podrían viajar las vajillas, cuya integridad correría riesgo a cada paso de la mula por una vereda serrana, sino que también iría de un sitio a otro la gente que las hacía con una tecnología sencilla y mueble.

     Otra cuestión de interés es el motivo de la introducción de las piezas de barro o vidrio en las sepulturas. Ciñéndonos a los cerámicos, hay tres jarros y cuatro cuencos, uno por cada una de las que alojaron un depósito ritual.

     Los jarros son el elemento más frecuente de las necrópolis del sur de la provincia de Córdoba (Almedinilla o Cabra), pero allí no hay en las sepulturas otras formas como ollas, cuencos o platos que, como podemos comprobar, sí están presentes en el norte de Córdoba, y no de forma anecdótica, sino que son tan abundantes como los jarros (bien visto, no parece adecuado ajustar el estudio de la antigüedad a las circunscripciones territoriales actuales, pues hay más similitudes entre las cerámicas del norte de Córdoba de tumbas de la tardoantigüedad con las de yacimientos madrileños que con las formas que aparecen al sur de Córdoba).

     Ya vimos también en el blog los ímprobos esfuerzos que se han realizado para vincular los jarros con el cristianismo; me temo que en algunos casos esta vinculación tiene más motivos del presente que del pasado entre sus postulantes. Es más, el aspecto religioso pasa a ser uno de los principales objetos del análisis histórico, calificando a una necrópolis, por ejemplo, de cristiana o pagana. Creo que debe valorarse que si bien hoy cualquier practicante (sea cristiano o musulmán) conoce perfectamente sus creencias, ritos y liturgias, en la Hispania del siglo VII esto no era tan fácil de reconocer, ni siquiera para los clérigos.

     Si repasamos la legislación del Fuero Juzgo o los concilios toledanos, se constata que a finales del siglo VII las prácticas paganas seguían manteniéndose, como dice el canon segundo del XVI Concilio de Toledo (693), en forma de “adoradores de los ídolos, veneradores de las piedras, encendedores de antorchas, y rinden culto a los lugares sagrados de las fuentes y de los árboles, y se hacen augures o encantadores, y otras muchas cosas que sería largo narrar”. No me parece que entonces se hubiera incrementado la práctica pagana, sino que ésta se había hecho más visible, o que, desde la unión entre la corona y la iglesia, había más interés en estar atentos a ella para erradicarla.

En la legislación se incluyen unas leyes del rey Ervigio, que copio en castellano antiguo y trascrito al actual:

Lex Gothica [Fuero Juzgo], Libro VI, Título II, El Rey Flavio Ervigio…

Ley IV: “De los encantadores, provizeros e de los que los conseian”.

Los proviceros, o los que fazen caer la piedra en las vinas o en las mieses, e los que fablan con los diablos, e les fazen torvar las voluntades a los omnes e a las mujeres, e aquellos que fazen circos de noche, e fazen sacrificio a los diablos, estos atales que quier que el juez o so merino les podiera fallar o provar, faganles dar a cada uno CC azotes, e sennálelos na fronte layda mientre, e fagalos andar por diez villas en derredor de la cibdat, que los otros que los vieren sean espantador por la pena destos. E porque non ayan poder de fazer tal cosa dali adelantre, el juez los meta en algun logar o bivan, e que non puedan empezer a los otros omnes, o los enbie al rey que faga dellos lo que quisiere. E los que tomaren conseio con ellos reciban CC azotes cada uno dellos; ca non deven seer sin pena los que por semeiante culpa son culpados.



Ley V: “De los omnes que fazen mal a los omnes, o a las animalias, o a otras cosas”.

Por la ley presente mandamos que todo omne libre o siervo que por encantamiento o por ligamiento faze mal a los omnes, o a las animalias, o a otras cosas en vinnas, o en mieses, o en campo, o fiziere cosa porque fagan morir algun omne, o seer mudo, o quel fagan otro mal, mandamos que todo el danno reciban en sus cuerpos, y en todas sus cosas que fizieren a otros.

Ley IV: De los encantadores, agoreros y de los que los consultan.
Los agoreros, o los que hacen caer pedrisco en las viñas o en las sembrados; y los que hablan con los diablos, y los que hacen tornar las voluntades de los hombres y mujeres; y aquellos que se juntan de noche y hacen sacrificios a los diablos, estos tales a los que el juez o el merino pueda hallar y probar, háganle dar a cada uno doscientos azotes, y señálelos en la frente de modo afrentoso, y háganles andar por diez villas alrededor de la ciudad, para que los otros que los vieren se espanten por la pena de éstos. Y para que no puedan hacer tal cosa de aquí en adelante, métalos el juez en algún lugar donde no puedan incomodar a los otros hombres, o los envíe al rey para que haga de ellos lo que quisiere. Y los que los consultasen reciban doscientos azotes cada uno de ellos, que no deben quedar sin pena los que por semejante culpa son culpados.

Ley V: “De los hombres que hacen mal a los hombres, a los animales o a otras cosas”.
Por la presente ley mandamos que todo hombre libre o siervo que por encantamiento o atadura hace mal a los hombres, a los animales, o a otras cosas en viñas, o en sembrados, o en el campo, o haga alguna cosa para hacer morir a algún hombre o hacerlo enmudecer, o que les hagan algún otro mal, mandamos que reciba en su cuerpo y en sus cosas el mal que hicieron a otros.

     Si las leyes castigaban a quienes se juntaban de noche para hacer sacrificio a los diablos, hacían encantamientos o consultaban a adivinos, es porque todavía durante el reinado de Ervigio continuaban produciéndose esos hechos. Desde Teodosio la cristiana se había convertido en la religión oficial del estado. Pero las invasiones del siglo V, el advenimiento masivo de los godos a inicios del VI, y su lucha para consolidarse durante buena parte del mismo siglo, no crearon las condiciones propicias para que la Iglesia se impusiera triunfante; carecía de recursos coercitivos, y tampoco parece que hiciese una amplia labor pastoral, sino que lo confió todo a la legislación, religiosa y civil, para erradicar a sus enemigos.

     Tras el III Concilio de Toledo se inicia la colaboración entre la jerarquía eclesiástica y la monarquía, y a partir de entonces el problema del paganismo comienza a hacerse más patente en los cánones conciliares. La Iglesia por fin contaba con los medios estatales para eliminar a sus enemigos, y a la corona le interesaba una homogeneidad religiosa entre sus súbditos. Pero no fue una empresa fácil, como muestran las leyes de Ergivio, pues en el medio rural no sólo los siervos, sino incluso aristócratas, continuaban con sus antiguas creencias precristianas.

     El problema de fondo ya lo había afirmado Isidoro de Sevilla en “Los sinónimos”: la ignorancia es el mayor peligro para la rectitud de la práctica religiosa. Y en esta línea se manifestó Ervigio en el “Tomus” del XVI Concilio, “sobre las causas de la persistencia de usos paganos podrían ser suscritas por cualquier estudioso moderno: la falta de organización eclesiástica y la indisciplina, la ignorancia y la falta de preparación del clero. En un momento del texto, se queja el rey de que muchas iglesias fundadas en lugares aislados de las diócesis están abandonadas, sin tejado, próximas a derrumbarse, no ofreciendo en ellas sacrificios con asiduidad. En fechas tan tardías, la Iglesia no era capaz aún de mantener una estructura eclesiástica estable en los medios rurales… [Habría] dos elementos esenciales que serían percibidos por los mismos contemporáneos. Por un lado, la amplitud y complejidad del propio territorio, con importantes áreas marginales a donde la organización eclesiástica aún no llegaba, o donde los obispos mostraban poco celo en mantenerla. Por otro, el mismo desinterés del clero y jueces en su persecución, esto se debería en parte a su propia incapacidad para discernir muchas de estas prácticas, a su incapacidad para corregir los usos populares, que la mayoría de las veces serían practicados por individuos formalmente cristianos, y, sobre todo, a que sus preocupaciones inmediatas tenían otros puntos de atención que las costumbres de unos rústicos que habitaban áreas marginales” (Pablo C. Díaz, Martínez, 2007, 564).


       Es difícil que, como pretendiera Martín de Dumio, se corrigiese religiosamente a los rústicos si los pastores de almas no estaban preparados para la labor. Por ejemplo, en el concilio de Narbona de 589 se prohibía que los obispos ordenasen como diáconos o presbíteros a quienes no supieran leer. El canon 25 del IV Concilio de Toledo (633) estipulaba “Que los obispos conozcan las sagradas Escrituras y los cánones [pues] la ignorancia, madre de todos los errores, debe evitarse sobre todo en los obispos de Dios que tomaron sobre sí el oficio de enseñar a los pueblos”. Buena prueba de la escasa cualificación de algunos clérigos es el canon 8 del IV Concilio de Toledo (653): “En la octava discusión encontramos que algunos encargados de los oficios divinos eran de una ignorancia tan crasa, que se les había probado no estar conveniente instruidos en aquellas órdenes que diariamente tenían que practicar. Por lo tanto, se establece y decreta con solicitud que ninguno en adelante reciba el grado de cualquier dignidad eclesiástica sin que sepa perfectamente todo el salterio, y además los cánticos usuales, los himnos y la forma de administrar el bautismo; y aquellos que ya disfrutan de la dignidad de los honores, y sin embardo padecen con la ceguera de una tal ignorancia, o espontáneamente se pongan a prender lo necesario o sean obligados por los prelados, aun contra su voluntad, a seguir unas lecciones”.

     Además, los encargados de vigilar y perseguir las prácticas paganas (o sea, todo lo religioso no cristiano), no eran ajenas a ellas. El canon 29 del IV Concilio de Toledo (año 633) trata “De los clérigos que consultan a magos o adivinos”, mientras que, por lo que se expone en el IV Concilio de Toledo, en la segunda década del siglo VII fue depuesto de su sede el obispo Marciano de Asti por consultar a una adivina llamada Simplicia. En una fecha tan avanzada como el año 694, durante el XVII Concilio de Toledo, se denunció que algunos obispos celebraban una misa de difuntos por los que aún vivían, con la intención de provocarles la muerte. Creo que Isidoro de Sevilla o Julián de Toledo habrían dicho lo que siglos después el conde de Romanones: “Joder, qué tropa”.

     En este contexto, conjeturar sobre la religiosidad de los inhumados en la necrópolis de la Viñuela es algo complejo, pues no sólo están los socorridos jarros asimilados al cristianismo: una olla o un cuenco en una tumba no tiene nada de cristiano. Aunque en su tiempo parece que no se tenía claro por completo, pues el canon 69 del II Concilio de Braga (572) dictamina que “No está permitido a los cristianos llevar alimentos a las tumbas de los difuntos, ni ofrecer sacrificios a Dios en honor de los muertos”. La jerarquía eclesiástica intentó eliminar todo vestigio pagano de los rituales funerarios, imponer unos funerarios plenamente cristianos, pero no es algo que consiguiera de la noche a la mañana: cuando ya los musulmanes estaban en la península o próximos a llegar, en la necrópolis madrileña de Gózquez se volvió a meter una olla dentro de una tumba.

     En el mundo funerario de la península a partir del siglo V convivieron dos tipos de tradiciones: una, la indígena de raíz hispanorromana; otra, ajena a ella, traída por gentes foráneas. Como en otros muchos pueblos y culturas a lo largo de los tiempos, los germanos introducían en sus sepulturas un depósito ritual, con objetos que les fueran útiles en la otra vida. En el mundo romano, tras la muerte sucedían una serie de rituales que incluían libaciones y banquetes funerarios, y que dejaron un manifiesto registro arqueológico. Creo que más que desde la confrontación cristianismo-paganismo, es desde esta perspectiva, intentar diferenciar los rasgos, costumbres y ritos de origen hispanorromanos de los de procedencia exterior, desde la que hay que intentar interpretar el depósito ritual de la pequeña necrópolis de la Viñuela.

[Nota: el cuenco de la cuarta sepultura está depositado, según Ángel Riesgo, en el Museo de Oviedo; al no tener una fotografía de él he tomado la de otro que, por las descripciones, parece similar, encontrado por Riesgo en la Loma de la Higuera (Montoro). Igualmente, no tengo fotografías del plato de la quinta sepultura, por lo que he usado la de otro idéntico hallado en la Charquita (Villanueva de Córdoba). El objetivo de incluir las fotografías de esas dos piezas es por intentar mostrar el depósito ritual completo de esta pequeña necrópolis.]

Créditos de las imágenes:
1, 2, 3, 4, 5 y 9: Guadalupe Gómez Muñoz, Red Digital de Colecciones de Museos de España, http://ceres.mcu.es/.
7: Ana María Vicent Zaragoza, 1999.
6 y 8: Museo Arqueológico de Córdoba.

Y agradecimientos:
Al personal del Museo Arqueológico de Córdoba, que siempre ha respondido con amabilidad y rapidez a mis solicitudes.