Vayamos al principio. El castillo de Almogábar se encuentra al oeste de Torrecampo, en un cerro que domina el sector noreste de la penillanura, próximo a uno de los caminos que desde los Pedroches se dirigen al interior de la Meseta, en este caso por el puerto Mochuelo. No sé exactamente cuándo, pero hacia finales del siglo pasado un jubilado se encontraba algo más de un kilómetro al sur de Almogávar buscando criadillas (Tarfezia arenaria, unos hongos hipogeos que aparecen en primavera), cuando al remover la tierra con el escardillo sacó a la luz algo que no tenía nada que ver con los hongos: unos cuantos fragmentos de cerámica y vidrio. Al no apreciar que hubiera allí nada más, los dejó en el lugar sin prestarle más atención.
(Vista del castillo de Almogábar desde el lugar del enterramiento romano.)
Por el camino se topó con un operario de una explotación cercana que regresaba a Villanueva, comentándole lo que había encontrado. Este hombre, José María Carrillo Herrero [hay que decir los nombres porque luego aparece algún piernas -en la 11ª acepción del Diccionario de la RAE- con pretensiones de apropiarse de la "paternidad" del conjunto], ante la posibilidad de que fueran piezas de valor histórico las recogió y entregó en el Museo Histórico de Villanueva de Córdoba.
Estuvo acertado el Sr. Carrillo Herrero, pues el análisis de los restos indica que son los propios de un enterramiento por cremación del periodo romano imperial, pudiéndose datar hacia el año 110 d.C., cuando gobernaba en Roma uno de sus mejores emperadores, Trajano (siglos después de su muerte, al elegirse un nuevo emperador desde el Senado se le deseaba que fuera Felicior Augusto, Melior Traiano, "tan afortunado como Augusto, mejor que Trajano).
Los objetos que se encontraron fueron los siguientes:
- Un vaso de paredes finas, forma Mayet VIII.
- Un vaso de paredes finas, forma Mayet XXXVII.
- Una lucerna tipo "Andújar", derivada de la forma Dressel 3.
- Un fragmento de espejo(?) de bronce.
- Un ungüentario o balsamatorio de vídrio forma Isings 82.
- Una copa de vidrio de pie anular forma Isings 85.
(Restos cerámicos y vítreos tal y como se encontraron.)
Para los romanos, cuando alguien moría era imprescincible realizar un ritual funerario, porque de esta manera se aseguraba que el difunto pudiera llegar tranquilamente al Más Allá. De lo contrario, el alma del finado vagaría por la tierra en forma de fantasma maligno, algo que no le gustaba nada a un romano vivo.
El ritual funerario comenzaba en la propia casa del fallecido y, curiosamente, se empezaba haciendo lo mismo que cuando nacía un niño: depositar el cuerpo en la tierra. Para ellos, de esta forma se completaba el ciclo de la vida. Tras esto, se daba el último beso al cadáver, se le cerraban los ojos y se lavaba y aplicaban sustancias aromáticas al cuerpo. Una vez preparado éste podía dar comienzo la ceremonia principal o velatorio. En él, como hoy en día, se reunían los parientes y amigos para expresar el dolor por su pérdida. Durante el velatorio había también que gritar el nombre del difunto para asegurarse de que realmente estaba muerto. Al cuerpo, ya limpio y aseado, se le colocaba una corona de flores y una moneda en la boca: era creencia de los romanos heredada de los griegos que para llegar al mundo de los muertos había que atravesar la laguna Estigia, y esa moneda era pagar al barquero Caronte para atravesar la laguna.
Finalizado el velatorio, el cuerpo era trasladado hasta el lugar donde sería depositado, organizando para ello una procesión que se realizaba a horas nocturnas. Para los más adinerados era una magnífica ocasión para hacer exhibición de sus riquezas.
Las formas de deposición del cadáver para la vida eterna fueron diversas en el periodo romano. Cremación e inhumación coexistieron a lo largo de su historia, variando el predominio de una u otra según el momento. Durante el periodo altoimperial la cremación fue el modo dominante, aunque en este periodo se mantiene la inhumación en los pobres, esclavos y niños menores de siete años [la inhumación comenzó a imponerse a finales del siglo II d.C., siendo ya exclusiva a comienzos del siglo IV] (Vaquerizo, 2001, 74). Damos por supuesto de que se trató de una cremación.
Siguiendo con el ritual, una vez elegido el lugar se realizaba un agujero en la tierra, donde se quemaba el cadáver (es lo que se conoce como cremación primaria o bustum; si la cremación se realizaba en un lugar distinto a donde serían depositadas las cenizas, se conoce como ustrinum). En este tiempo los romanos consideraban que el fuego y el alma eran de naturaleza similar, razón por la que creían que ésta llegaría así rápidamente al otro mundo.
Las cenizas de la cremación (los especialistas prefieren utilizar este término, porque no se completaba una auténtica incineración) se entraban en una urna que sería enterrada junto con el ajuar funerario. Como se creía en la existencia de otra vida tras la muerte, de depositaban junto al individuo objetos que había utilizado en vida y que ahora le servirían en la otra del Más Allá: ropa, cerámica, utensilios de trabajo, etc. Junto a estos objetos también se colocaban otros relacionados con el ritual funerario; una lucerna para que le alumbrase en su camino hacia la otra vida, recipientes cerámicos y de vidrio para alimentos y bebidas, o ungüentarios (también se les puede denominar balsameras) para contener perfumes.
Finalizados estos actos, los rituales funerarios proseguían en ceremonias que duraban nueve días, y entre las que se incluía el llamado banquete ritual en el que se hacía partícipe al propio muerto, ofreciéndole comida y bebida. Este banquete se repetía el día del cumpleaños del difunto y en otros establecidos para ello similares a nuestro actual día de los difuntos.
Representación de una cremación del siglo I d.C. similar a la del castillo de Almogóbar.
(Fuente: Vaquerizo Gil, 2001, 77.)
Analicemos
ahora algunas de las piezas del ajuar o depósito
funerario ritual. Los romanos no solían tomar el vino solo, lo
aguaban un tanto. Esto lo había heredado de los griegos que pensaban que
solamente los bárbaros bebían vino puro (paradójicamente, los privilegiados que ahora beben Vega Sicilia opinan exactamente lo contrario, que aguarlo sería propio de muy bárbaros). Tanto griegos como romanos lo
mezclaban con agua y para ello utilizaban un amplio repertorio cerámico. Por un
lado estaban las cráteras que eran recipientes grandes y de boca ancha en donde
mezclaban el vino y el agua. La bebida resultante se sacaba de las cráteras con
unas jarritas y con ellas se rellenaban las copas o vasos de cada persona. Los
que hemos denominado arriba “vasos de paredes finas”
eran eso, recipientes para beber. Este tipo cerámico puede considerarse como un grado intermedio entre la cerámica común y la vajilla de lujo.
Los dos tipos que se incluían en la sepultura, tipos Mayet VIII (que se
caracteriza por tener el borde exvasado y oblicuo) y Mayet XXXVII (decorada con
aplicaciones plásticas de mamelones), son de la primera mitad del siglo I d. C.
(Vaso de paredes finas tipo Mayet VIII con decoración de espinas.)
Hay en el depósito funerario ritual dos recipientes de vidrio. Uno es una copa con pie anular (forma Isings 85) destinada, como el vaso cerámico de paredes finas, a consumir vino, y cuya cronología está en el comienzo del siglo II d. C. en adelante. El otro es un ungüentario (forma Isings 82) empleado para contener las esencias aromáticas usadas en los ritos de la cremación, como demuestra su depósito, pequeñísimo y apropiado para productos muy caros, y su largo cuello, para evitar en lo posible la evaporación y poder verter gota a gota sin derramar. Esta forma se desarrolla desde finales del siglo I d. C. hasta comienzos del III d. C.
En la Antigüedad fabricar vidrio
era un complejo proceso que ya conocían los egipcios y mesopotamios desde
finales del III milenio a. C., aunque exigía un trabajo laborioso y complicado,
lo que se traducía en un precio muy elevado del objeto resultante. Pero a mediados del siglo I a.C. alguien descubrió que si tomaba un trozo de la pasta vítrea fundida y soplaba
sobre ella a través de un largo tubo, de una forma rapidísima podía hacer vasos
y otros recipientes, dándoles cualquier forma. La extrema sencillez del proceso (aunque claro, hay que
aprender y adquirir esa habilidad) y su rapidez hicieron que los costes de
fabricación de objetos de vidrio descendiese vertiginosamente. Y al abaratarse
los costes y descender el precio se favoreció que pudiesen adquirirlos muchas
más personas, incentivando así la oferta de producción (más o menos es lo que
hizo Henry Ford al fabricar los coches en serie a comienzos del siglo XX, al
abaratar los costes de producción la clase media americana comenzó a
motorizarse). Escribe un especialista en vidrio romano, el profesor Ángel Fuentes: “El vidrio pasó en época romana de ser un
material escaso, carísimo y muy valioso a ser un material abundante, asequible
cuando no barato y, sencillamente, valioso, no caro… Desde el segundo tercio
del siglo I se empieza a soplar ampliamente el vidrio en múltiples puntos de
Hispania… Así pasó el vidrio de ser un material raro y escaso en Hispania a ser
un material abundante, cotidiano, que llegó al último rincón de la geografía
peninsular, a cualquier nivel social de la Hispania romana”, aunque, claro,
“en las pequeñas localidades el vidrio
llegaba difícilmente pues en su transporte mermaba mucho su cantidad (se
rompía) y aumentaba su precio” (Fuentes, 2006, 14).
El deposito ritual funerario de
nuestro desconocido romano de hace casi dos mil años nos demuestra que esos
objetos de vidrio también llegaron a las zonas rurales del Imperio, y no sólo a
las grandes ciudades como Córdoba o Mérida. Nos hablan de una sociedad fuerte,
que permite, además de las relaciones comerciales de objetos suntuarios con
otras partes del Imperio, el establecimiento de talleres en la propia zona para
fabricar estos objetos como es el caso de la lucerna
que formaba parte del depósito ritual. Ésta posiblemente fuera hecha en la misma
provincia Bética, y ello lo sabemos porque se trata de un tipo muy característico a la que los
arqueólogos llaman “tipo Andújar”, derivada de la forma Dressel 3, y es que en
esta localidad se encontraron los restos de un taller que realizaba lucernas
como la que nuestro desconocido romano tenía en su ajuar funerario. La
elaboración de este tipo de lucernas arranca en época julioclaudia, perviviendo
hasta la época Flavia. Se caracterizan fácilmente porque su disco está decorado
con la forma de una venera. La función de todas las lucernas es la iluminación,
en este caso, como decimos, alumbrar al finado en su camino al Más Allá.
Lucernas tipo "Andújar".
(Tomado de Roca Roumens y Sotomayor Muro, 1981.)
Un
problema con el que nos topamos Elisa y yo al estudiar este depósito ritual funerario es
la presencia de un espejo de bronce (que para el profesor Vaquerizo es característico de las
cremaciones más antiguas de comienzos del siglo I después de Cristo), junto a
recipientes de vidrio que son más modernos, típicos de finales del siglo I o
comienzos del II. Caben varias interpretaciones: o bien ese espejo de bronce es
un arcaísmo, una tradición antigua que hacia el año 110 después de Cristo se
había dejado de emplear en las ciudades, pero continuaba en el medio rural; o
bien, dado el carácter del descubrimiento, estos recipientes podrían pertenecer
a dos o más cremaciones. Si todos los objetos aparecieron en la misma tumba
(algo que por la forma en cómo se halló no se puede garantizar, aunque parece
lo posible), el vidrio es lo más moderno que hay en el ajuar y las cerámicas
son un poquito más antiguas. Pero eso no es raro. El vidrio es más frágil y se
amortiza antes que el resto de los materiales. Especialmente por la cronología
del vaso de vidrio es por lo que nos decantamos por los inicios del siglo II d.
C. como fecha en que se produjo se el suceso.
El ajuar nos habla, por tanto, de
que la romanización estaba plenamente consolidada en el interior del sur de la Península hacia el año
110 después de Cristo. Hasta tal punto Hispania se había hecho romana, que el
emperador que por entonces reinaba en Roma, Trajano, había nacido en la
provincia Bética (aunque, aclaremos, eso es algo circunstancial, pues Marco
Ulpio Trajano era y se consideraba tan romano como uno nacido cerca del Foro
Boario romano). Es fácil suponer entonces que sus paisanos gozaban de una
importante posición en el ámbito del Imperio. Y es que los emperadores romanos
llevaban ya tiempo sirviéndose del apoyo de la gente de las provincias para sus
guerras y conquistas y para mantener controlados a los pueblos conquistados.
Como era lógico esto exigía recompensas por parte de los emperadores y éstas
eran una serie de privilegios tanto políticos como económicos para los
provinciales. Desconocemos cuál era su estatus social, mas aunque ese romano de
nombre desconocido hubiera vivido y muerto en pleno medio rural, alejado de los
núcleos urbanos y a un par de días de viaje de la capital provincial, los
objetos que le acompañaron en su último viaje no eran inferiores a los de
tumbas de Córdoba. Lucernas tipo Andújar,
ungüentarios de vidrio o vasos de paredes finas se han encontrado en necrópolis
de la capital cordobesa del mismo periodo altoimperial (Vaquerizo, Garriguet y Vargas, 2005).