En el dolmen de Las Agulillas

martes, 14 de abril de 2015

La torre de San Miguel NO se construyó con una rampa

     Cuentan que el último rey portugués, Manuel II, era muy melindroso, al que ciertas palabras o expresiones le causaban una gran desazón. Cierto día tenía que recibir al nuevo embajador de un país hispanoamericano, pero su ayuda de cámara no se atrevía a darle su nombre. "Majestad, no sé si debo...". Ante la insistencia real, se lo dijo: Don Fulano de Porras y Porras. Parece ser que el rey, mirando al infinito, dijo aquello de "lo que molesta es la insistencia".
     Estos días festivos pasados un amigo que reside en Madrid me preguntó que cómo se levantó la torre de la iglesia de San Miguel, si fue con una rampa. Creo que es la cuarta vez este año que me preguntan la misma cosa. Lo de la rampa. Y esto es en verdad lo molesto: la insistencia.


     La actual iglesia de San Miguel es el resultado de varias intervenciones. Recientemente hemos descubierto que ya exiistía en el año 1500, pero poco después, por la década de 1560, hubo de reedificarse. La iglesia inicial tendría unas cuarenta varas de longitud por veinticinco de anchura (aproximadamente, 33,5 x 20,9 m). El tiempo y el terremoto de Lisboa de 1755 amenazaron con convertirla en una ruina. Hubo de levantarse una nueva en el mismo lugar a mediados del XVIII. De aquella primitiva construcción de la década de 1560 sólo se conservan las dos puertas laterales, con el característico alfiz que orla a las puertas con arcos de medio punto compuestos con grandes dovelas. El alfiz es un elemento característico del gótico tardío cordobés, aunque se construyera a mediados del siglo XVI:



     Lo que se hizo para la nueva obra fue conservar los muros laterales perimetrales y ampliar la cabecera, sobre la que se levantó una bóveda. En 1773 se construyó la nueva sacristía, a continuación del nuevo presbiterio. Aunque se hubiesen tardado bastantes años, el resultado iba quedando bien, pero en esto que la torre de la primitiva iglesia, construida a finales del XVI, amenazó con venirse abajo y con arrastrar consigo toda la obra nueva.
     El dictamen de los prácticos fue que se moliese para proteger la iglesia recién hecha y, de ser posible, aprovechar los mampuestos de la antigua construcción para levantar una nueva torre. En 1777 comenzaron los trabajos de demolición, cavándose la zanja para los cimientos en el verano del año siguiente. El maestro de obras cordobés Pedro de Lara se hizo cargo de la obra. En 1773 había comenzado a levantar la torre de San Hipólito de Córdoba, de ahí la gran similitud que hay entre ambas.
     Hay que destacar la aportación del pueblo, tanto en dinero como en trabajo, para levantar el nuevo edificio parroquial. En junio de 1780 quedaba rematada la nueva torre, que destacaba, airosa, con sus 36 metros de altura, convirtiéndose en el icono por excelencia de la villa.
      La portada de la puerta principal, con su característico frontón triangular, es hija de los tiempos neoclásicos en los que nació:

 
      La respuesta a la segunda parte de la pregunta de mi amigo fue que NO hizo falta ninguna rampa para levantarla, por dos razones: la primera, por estar suficientemente documentado cómo se hizo; la segunda, porque la idea de la rampa es algo tan absurdo que queda fuera de cualquier tipo de lógica.
     Si esa mole se erigió con una rampa, que tuviere una pendiente practicable de un 6%, para la altura total del edificio habría hecho falta excavar una zanja de 600 metros de longitud, 18 de ancho y 6 de profundidad: unos 65.000 metros cúbicos, equivalentes a unos 20.000-25.000 de los contenedores actuales para escombros o transporte de materiales. Considerando que entonces no había camiones, sino carros con bueyes, y que la tecnología más avanzada eran el pico, la pala y el azadón, con un combustible, orgánico, a base de garbanzos con tocino o cebada, cavar y transportar ese volumen habría sido una tarea similar a la construcción de la catedral de Burgos o de un buen tramo de la Gran Muralla china. Por lo menos. Y más si se tiene en cuenta que una vez hecha la torre habría que haber vuelto a transportar los áridos y tapar la zanja. No sé a quién se le ocurrió esta genialidad de la rampa, pero parece que al mismo que se puso a asar manteca al sol. A un peón de albañil de la época, que sabía lo que amor cuesta, segurísimo que no.
     Además de tener manuales de construcción desde época romana, la documentación conservada en la parroquia dice claramente el modo de construir la torre. Hay referencias documentales de dónde se hicieron los ladrillos (los Barreros), o de la cantera (en el Calvario), o del lugar del que se traía la madera para aparejos menores (la dehesa de Navaluenga); de cómo personas particulares (por una "manda" que habían hecho), llevaban con sus carros las piedras desde la cantera a la obra; pero nada sobre la gigantesca zanja para hacer una rampa.
     El carpintero Tomás García Buenestado presentó una factura por hacer un torno para subir las piedras, cimbras para los arcos y otras obras menores. Francisco Saavedra recibió 38 reales por traer y devolver trócolas y maromas desde Añora: en esta localidad cercana se había construido poco antes su iglesia y se amortizaron parte de los gastos alquilando el material para la construcción de la torre de Villanueva.
     También hubo que pagar más de mil cuatrocientos reales para obtener los permisos necesarios (ante el Gobernador de las reales fábricas y minas de Almadén) para talar y transportar desde la sierra de Fuencaliente (Ciudad Real) "veintisiete robles para los andamios de la torre". Podemos hacernos una idea de lo que significó este desembolso comparándolo con los salarios de los operarios: el peón cobraba cuatro reales de jornal, los días que trabajase, claro; el maestro de obras, cordobés, doce reales los días de trabajo, y tres los festivos.
     Hay otro motivo, además de estar en las catorce leguas de influencia de las minas de Almadén, para explicar el alto coste de los andamios de roble. En aquella época la madera de los árboles centenarios eran "materia prima estratégica" pues la construcción de un buque de línea de guerra, de unos cien cañones, suponía talar unos cuantos miles de árboles de gran tamaño, árboles que habían necesitado siglos para alcanzar su porte; y en cuestión de minutos un almirante zoquete, como Villeneuve en Trafalgar, te mandaba unos cuantos bosques al fondo del mar. Para un país como la España de aquel tiempo, con grandes extensiones ultramarinas, el mantenimiento de los grandes bosques imprescindibles para la construcción de la flota era algo primordial; si era necesario emplear algunos árboles para erigir algo también necesario, como la torre de una iglesia, había que pagarlo muy bien, para que se pensase antes de hacerlo. Cortar y traer estos robles para hacer los andamios equivalieron al salario de un peón durante catorce meses.



(J. P. Adam, La construcción romana. Materiales y técnicas, León 1996)

     Continuando con la manera en que se construyó la torre, arriba se muestra el dibujo de un manual de arquitectura romana, pues hasta la aparición de las cómodas estructuras metálicas actuales ("burras", en el argot), se mantuvo el mismo método, llamado por los albañiles de esta tierra "haciendo puentes".
     Cuando la altura de la construcción superaba la de los operarios se hacía un andamiaje junto a la obra. Los andamios independientes estaban formados por piezas de madera verticales, que bien se encajaban en el suelo, bien se calzaban con mortero para asegurar su estabilidad; a cierta altura se disponían otras piezas, de forma paralela al muro o perpendiculares a él, que soportaban el entarimado sobre el que trabajaban los operarios. Para subir los sillares y demás elementos de construcción se empleaba el torno, la trócola y las maromas.
     Los andamios empotrados en el muro aumentaban la estabilidad. Al construir los muros se dejaban una serie de huecos (mechinales) en los que se introducían unas piezas transversales (almojayas), que se apoyaban en el otro extremo de las pertigas. Las almojayas podían atravesar el muro y sostener otro entarimado apoyado sobre el paramento mediante una zanca vertical que se reforzaba con otra formando un triángulo. (En las construcciones antiguas, sobre todo en los cortijos, es frecuente ver estas cavidades, los mechinales, que en ocasiones no se rellenaban tras la construcción, sino que se dejaban tal cual por ser unas prácticas alacenas empotradas. En la fotografía de abajo, de una construcción del siglo XIX, se observa cómo se dejaron los mechinales en el muro para alojar el andamiaje:)


      Algo que facilitó la construcción de la torre es que, a la par que se iban levantando sus cuatro muros, se construía por dentro la escalera de caracol para subir a ella:


     Está formada por unos escalones de la misma forma (triangulares con un pequeño círculo en uno de sus vértices), lo que facilitaba su construcción. Se fueron disponiendo de forma helicoidal, con el círculo de piedra formando el eje central.
     No hizo falta ninguna rampa para levantar la torre. Se hizo mediante un andamiaje de gruesos maderos de roble, sobre el que se sustentaban los materiales izados con tornos y trócolas. La construcción de la escalera facilitaba que el trabajo se fuera rematando, a la vez, por dentro y por fuera. El resultado fue bueno, muy bueno. Y ahí sigue.