Para los estudios demográficos del periodo preestadístico, anterior a la implantación del Registro Civil en 1871, los registros parroquiales son la principal fuente de información. En lo referente a la mortalidad, los libros de defunciones se inician en Villanueva de Córdoba en 1726, mas no fue hasta 1801 cuando se comenzó a anotar en ellos a los "párvulos", a los menores de siete años, por lo que no es hasta este año cuando se puede empezar a elaborar tasas e índices de mortalidad fiables. Y más cuando eran las edades infantiles las que más surtían a la barca de Caronte, como reflejaba la antigua sentencia de mi pueblo con la que se titula la entrada (por cierto, en la más pura línea de Marvin Harris).
En mayo de 1838 el Obispado de Córdoba emitía una orden por la cual debían de inscribirse en el Libro de Entierros de cada iglesia las defunciones de un modo más detallado, incluyendo el motivo de la muerte. Esto abrió la puerta al estudio de las causas de las defunciones de la población, aunque no es posible plenamente. Hay que comprender los conocimientos y los medios de la época, y así en muchas ocasiones no se reflejaba cuál había sido la causa primaria del óbito, sino algún síntoma muy evidente, como "anasarca" o "perlesía". En otros casos no había duda alguna de cúal había sido el origen, como la viruela; son las epidemias de esta enfermedad durante el siglo XIX en Villanueva de Córdoba lo que se analizará a continuacion.
Como es sabido, la viruela fue una enfermedad virul aguda muy contagiosa que ha sido erradicada del planeta. Se caracterizaba por una alta fiebre, postración y toxicidad, aunque lo más manifiesto era una erupción que afectaba sobre todo a la cara, palmas y plantas de los pies, que daban paso a pequeñas pústulas que podían sobreinfectarse por bacterias, y que en la convalecencia producían costras y cicatrices permanentes. Un gran peligro para su transmisión es que los enfermos podían contagiarla desde el tercer día, cuando aún las erupciones no eran visibles.
También es de sobra conocido que la erradicación de la viruela fue un gran triunfo de la medicina preventiva. Fue el médico inglés Edward Jenner en 1796 quien observó que las personas que habían sido afectadas por la vacuna (una enfermedad de las vacas y a veces de las personas) eran inmunes frente a la viruela. Primero inoculó a un niño el fluido de la ampolla de vacuna de la mano de una lechera, y unos meses después la propia viruela: el niño no contrajo la enfermedad (por suerte para él). El método recibió el nombre de "vacuna".
A España llegó pronto la noticia, que contó con el apoyo de la Corte, pues había afectado a la propia familia real y, antes, el hijo del primer Borbón, Luis I, había muerto también por la viruela. Un médico de la Corte, Francisco Javier Balmis, emprendió una travesía para propagar la vacuna por las colonias hispanas en 1803. La Real Resolución de 20 diciembre 1804 (publicada el 26 enero 1805) marcaba como objetivo "generalizar la inoculación de la vacuna en la Península", iniciándose una legislación encaminada a conseguir ese fin, aunque sin mecanismos que controlasen su obligatoria implantación.
Con el feliz convencimiento de los políticos españoles de que la legislación hace cambiar a la sociedad, emitieron leyes regularmente respecto a la vacunación que no se podían llevar a cabo por no contar con una infraestructura para ello, ni intentaron crearla. Las autoridades locales, en quienes recaía en buena parte la responsabilidad de la salud pública, tampoco tuvieron los medios suficientes. Además, para mucha parte de la población aquello de "medicina preventiva" sonaba muy raro y hubo grandes reticencias contra la vacunación, aunque sin llegar a movimientos organizados en su contra como ocurrió en otros países. Consecuencia de todo ello es que en España se tardó más de un siglo en que se implantara una vacunación masiva y eficaz.
Durante el siglo XIX hubo en Europa tres brotes de viruela: 1824-1829, 1837-1840 y 1870-1874, que afectaron a la población de Villanueva de Córdoba. Sobre la primera, escribía Ramírez y las Casas-Deza en su Topografía médica del Partido Judicial de Pozoblanco, de 1839: "En Villanueva de Córdoba ha estado tan descuidada [la vacunación] que en el otoño de 1833 han fallecido cerca de mil infantes, y aún algunas personas mayores, a causa de la preocupación de aquellos habitantes contra la vacuna". Pero los registros parroquiales no refrendan que la epidemia se produjera ese año, que tuvo una Tasa Bruta de Mortalidad (TBM) del 31 por mil, inferior a la media. Las tasas e índices de mortalidad de 1827 (que se reflejan en una tabla infra) son similares a los de 1839 y 1874, años en los que sí están comprabadas documentalmentes las epidemias de viruela, por lo que presumo que fue en el año 1827 cuando tuvo lugar la epidemia que cita Casas-Deza (aunque no murieron mil infantes, los muertos menores de cinco años, por todas las causas, fueron 180, aunque sí es posible que hubiese un millar de afectados por la viruela, pues su letalidad -número de muertos entre los afectados- era del orden del diez por ciento).
La primera epidemia de viruela que está documentada expresamente en los registros parroquiales de Villanueva de Córdoba fue la de 1839. Este año murieron en esta localidad 139 personas por la viruela, sobre todo entre los meses de agosto, septiembre y octubre. De ellos, 129 tenían 5 años de edad o menos; sólo murieron cuatro adultos, todos varones, de 46, 40, 21 y 18 años. En total, hubo 322 muertes en 1839, frente a una media de 191 anuales para el periodo 1839-1865.
En 1847 se produjeron 27 muertes por viruela, y 17 en 1848, hasta la última gran epidemia de 1874. Hubo ese año en Villanueva 102 defunciones por este motivo, de los que sólo diez tenían más de veinte años. La tasa bruta de mortalidad ascendió ese año a 56 por mil, igual nivel que en 1839.
La última
epidemia de 1874 movilizó sin duda a las autoridades locales de Villanueva de Córdoba. Años después escribía el Jefe de Sanidad local en un semanario de la localidad: “En este pueblo, por ya antigua atención
prestada por los médicos y por la autoridades a la práctica de la vacunación,
proporcionando el Ayuntamiento gratuitamente el virus necesario, y prestándose
los titulares a la vacunación gratuita de todo el vecindario, se ha creado un
hábito, en este particular, y por solicitudes de todo el pueblo, son
numerosísimas las vacunaciones y revacunaciones que todos los años se hacen y
que han determinado defensas perfectamente demostradas en los amagos de
invasión de esta enfermedad ocurridos en la primavera y el otoño de 1912, de
que sólo fueron víctimas los individuos que, sin ser naturales del pueblo, las
padecieron importándolas de pueblos limítrofes” (Alejandro Yun Torralbo, "Enfermedades evitables", Escuela y Despensa 16, 16 agosto 1913).
Estas epidemias de viruela de 1827, 1839 y 1874 no son extrañas en absoluto dentro del
contexto histórico de la mortalidad en nuestro país. Aunque, como se apuntó antes, en España se intentase promover la vacunación contra
la viruela desde principios del XIX, tanto a los recién nacidos como a escolares y a los
soldados, la legislación se convirtió en papel mojado. En la capital cordobesa
la viruela siguió siendo causa de numerosas muertes en los tres primeros
cuartos del siglo XIX, hasta que la epidemia de 1871-1875 motivó que las
autoridades se tomaran en serio la vacunación. En Córdoba en 1871 murieron 429
personas a consecuencia de la viruela (L. Palacios, 1986, 22). En
1904 se registra la muerte de dos hermanos, y en 1917 se extiende el miedo al
morir varias personas al día. El 22 de abril de 1907 se creó en Córdoba el
Instituto Municipal de Vacunación.
La viruela siguió causando estragos en
lugares en teoría bien acondicionados sanitariamente, como Madrid: esta enfermedad provocó el 7,26 % de las defunciones ocurridas en 1900 (Ricardo Revenga, 1901, 36). En el
primer decenio del siglo XX la viruela causó en dos años 11.744 defunciones en
toda España (Opisso Viñas, 1908, 205), cuando
hacía ya treinta años que en Villanueva de Córdoba la prevención básica, la
vacunación, había desterrado esta terrible amenaza.
La
distribución de la mortalidad por grupos de edad difería considerablemente
según la enfermedad. El “cólera morbo asiático” afectaba más a los adultos que a
los niños: en la epidemia de cólera de 1855 la localidad madrileña de
Torrelaguna perdió el 30% de la población. En octubre murieron 385 “adultos” y
63 “párvulos” (Pérez Moreda, 1980, 397). En cambio, como sabemos, la viruela
era entonces una enfermedad típicamente infantil.
Esta diferencia de la estructura de la mortalidad por edades entre el cólera y la viruela tiene una fácil explicación desde una perspectiva ecológica: la viruela era una enfermedad endémica en España, que periódicamente afectaba a la población; el cólera fue una epidemia en “tierras vírgenes”, en una población de personas que nunca habían tenido contacto con ese germen patógeno. La misma viruela es un magnífico ejemplo de esta diferencia, pues, según el lugar, tuvo distinto comportamiento.
En la epidemia de viruela de Villanueva de Córdoba de 1839 el 92,8 % de las defunciones responsabilizadas a ella tenían menos de siete años. Como las defunciones infantiles no se comenzaron a anotar hasta 1801, no sabemos qué incidencia tuvo la viruela en la mortalidad del siglo XVIII, pero es lógico pensar que si los hermanos mayores de los niños que fallecieron, o sus padres y abuelos, se salvaron de la infección de la viruela es porque ya la habían padecido anteriormente, quedando inmunes para posteriores epidemias.
Pero, como recoge Vicenta García Chicano, cuando el virus de la viruela llegó con los españoles al Nuevo Mundo, en 1519 hubo “una pestilencia de viruelas en los dichos indios, y no cesa, en que se han muerto y mueren hasta el presente quasi la tercera de los dichos indios”. Como en la Guerra de los mundos de H.G. Wells, los microorganismos patógenos fueron eficazmente letales, contribuyendo decisivamente a la conquista (los "granos de los dioses" -la viruela- llegaron a los Andes antes que Pizarro). En Islandia en 1707 una epidemia de viruela ocasionó 18.000 muertes en una población de 50.000 personas, es decir, el 31 por 100 de habitantes (la mortalidad de 1839 y 1874 en Villanueva, con las epidemias de viruela, supuso la muerte del 5,6 por 100 de la población jarota; la diferencia es notable). Estos casos de la viruela en América e Islandia son ejemplos de epidemias en tierras vírgenes, que evolucionan de manera diferente a cuando tienen lugar en poblaciones que ya han estado expuestas a la enfermedad durante varias generaciones. Las epidemias en tierras vírgenes tienen una mayor virulencia y afectan más a los adolescentes y adultos jóvenes. Si la misma epidemia se produce en una población endémica los más afectados serán los niños (Burnet y White, 1982).
Volviendo a la incidencia de la viruela en Villanueva de Córdoba durante el siglo XIX, se produjeron por esta causa 295 defunciones en total. A pesar de su terrible fama no fue la más letal, pues la difteria (también llamada entonces garrotillo, catarro sofocante, croup, laringitis o angina pseudomembranosa o diftérica) provocó durante el mismo tiempo 483 muertes, el 91% de ellas en niños menores de siete años. Y, año tras año, las diarreas infantiles fueron las responsables del mayor número de muertes entre los niños. "La mayor parte de la mortalidad infantil se debe a afecciones del aparato digestivo; esas enfermedades se producen haciendo tomar a los niños que aún lactaban caldos sustanciosos, grasas, migas de pan impregnadas en salsas picantes, vino, verduras, legumbres y aun embutidos y gazpacho". Al no poderse digerir este alimento por el estómago del lactante, si no es expulsado por el vómito, se fermenta y al pasar a los intestinos los infecta y "sobrevienen esas terribles enterocolitis que arrebatan en poco tiempo millares de seres" (Opisso Viñas, 1908, 208). De las 12.211 defunciones que tengo detalladas del siglo XIX en Villanueva de Córdoba, 1.852 (15%) corresponden a diarreas de niños menores de dos años.
Con estas cifras era normal que las familias se plantearan tener muchos chiquillos, porque las posibilidades de que se esgraciaran eran muy altas: durante el siglo XIX, la mortalidad proporcional de menores de cinco años (el porcentaje de defunciones entre este grupo de edad respecto a la mortalidad conjunta) fue del 47,89%; o lo que es lo mismo, sólo uno de cada dos niños nacidos llegaba a cumplir cinco años.
Esta diferencia de la estructura de la mortalidad por edades entre el cólera y la viruela tiene una fácil explicación desde una perspectiva ecológica: la viruela era una enfermedad endémica en España, que periódicamente afectaba a la población; el cólera fue una epidemia en “tierras vírgenes”, en una población de personas que nunca habían tenido contacto con ese germen patógeno. La misma viruela es un magnífico ejemplo de esta diferencia, pues, según el lugar, tuvo distinto comportamiento.
En la epidemia de viruela de Villanueva de Córdoba de 1839 el 92,8 % de las defunciones responsabilizadas a ella tenían menos de siete años. Como las defunciones infantiles no se comenzaron a anotar hasta 1801, no sabemos qué incidencia tuvo la viruela en la mortalidad del siglo XVIII, pero es lógico pensar que si los hermanos mayores de los niños que fallecieron, o sus padres y abuelos, se salvaron de la infección de la viruela es porque ya la habían padecido anteriormente, quedando inmunes para posteriores epidemias.
Pero, como recoge Vicenta García Chicano, cuando el virus de la viruela llegó con los españoles al Nuevo Mundo, en 1519 hubo “una pestilencia de viruelas en los dichos indios, y no cesa, en que se han muerto y mueren hasta el presente quasi la tercera de los dichos indios”. Como en la Guerra de los mundos de H.G. Wells, los microorganismos patógenos fueron eficazmente letales, contribuyendo decisivamente a la conquista (los "granos de los dioses" -la viruela- llegaron a los Andes antes que Pizarro). En Islandia en 1707 una epidemia de viruela ocasionó 18.000 muertes en una población de 50.000 personas, es decir, el 31 por 100 de habitantes (la mortalidad de 1839 y 1874 en Villanueva, con las epidemias de viruela, supuso la muerte del 5,6 por 100 de la población jarota; la diferencia es notable). Estos casos de la viruela en América e Islandia son ejemplos de epidemias en tierras vírgenes, que evolucionan de manera diferente a cuando tienen lugar en poblaciones que ya han estado expuestas a la enfermedad durante varias generaciones. Las epidemias en tierras vírgenes tienen una mayor virulencia y afectan más a los adolescentes y adultos jóvenes. Si la misma epidemia se produce en una población endémica los más afectados serán los niños (Burnet y White, 1982).
Volviendo a la incidencia de la viruela en Villanueva de Córdoba durante el siglo XIX, se produjeron por esta causa 295 defunciones en total. A pesar de su terrible fama no fue la más letal, pues la difteria (también llamada entonces garrotillo, catarro sofocante, croup, laringitis o angina pseudomembranosa o diftérica) provocó durante el mismo tiempo 483 muertes, el 91% de ellas en niños menores de siete años. Y, año tras año, las diarreas infantiles fueron las responsables del mayor número de muertes entre los niños. "La mayor parte de la mortalidad infantil se debe a afecciones del aparato digestivo; esas enfermedades se producen haciendo tomar a los niños que aún lactaban caldos sustanciosos, grasas, migas de pan impregnadas en salsas picantes, vino, verduras, legumbres y aun embutidos y gazpacho". Al no poderse digerir este alimento por el estómago del lactante, si no es expulsado por el vómito, se fermenta y al pasar a los intestinos los infecta y "sobrevienen esas terribles enterocolitis que arrebatan en poco tiempo millares de seres" (Opisso Viñas, 1908, 208). De las 12.211 defunciones que tengo detalladas del siglo XIX en Villanueva de Córdoba, 1.852 (15%) corresponden a diarreas de niños menores de dos años.
Con estas cifras era normal que las familias se plantearan tener muchos chiquillos, porque las posibilidades de que se esgraciaran eran muy altas: durante el siglo XIX, la mortalidad proporcional de menores de cinco años (el porcentaje de defunciones entre este grupo de edad respecto a la mortalidad conjunta) fue del 47,89%; o lo que es lo mismo, sólo uno de cada dos niños nacidos llegaba a cumplir cinco años.