En el dolmen de Las Agulillas

sábado, 31 de agosto de 2013

Lucernas romanas de Majadaiglesia.

       En la labor de recopilación de la documentación arqueológica de los Pedroches que se ha emprendido desde este blog se pretende incidir especialmente en Majadaiglesia-Virgen de las Cruces, tanto por ser el mejor yacimiento romano de la comarca, como por ser considerado el lugar donde se situó la ciudad de Solia, como porque la información que hay sobre el lugar no siempre está suficientemente actualizada, repitiéndose los mismos tópicos, a veces erróneos. Vamos a dedicar esta entrada a un tipo de objetos muy concretos aparecidos en Majadaiglesia: lucernas romanas.
       La primera monografía sobre el lugar la hicieron Juan Ocaña Torrejón y Antonio Rodríguez Adrados en 1962 (v. la bibliografía del blog), incluyendo un repertorio de fotografías sobre distintos objetos hallados en el lugar, entre ellos dos lucernas del periodo romano.
       Las lucernas eran unas lámparas de aceite, con una función similar a los candiles que se utilizaron hasta no hace mucho. Fue un objeto muy frecuente de la vida cotidiana, religiosa, funeraria y hasta mágica. Tanto las lucernas romanas como los candiles que usaron nuestros abuelos sólo necesitaban un depósito para el combustible, el combustible mismo (generalmente, aceite de oliva; grasa animal, en su defecto), y una mecha o torcida que absorbe el combustible para alimentar la llama. Desde el siglo III a.C. se comenzaron a fabricar a molde (lo que, en gran medida, ayuda a la labor de los taxonomistas). Como es un objeto cuya forma cambió a lo largo del tiempo, y puede aparecer en cualquier excavación, han sido muy estudiadas, con múltiples intentos de clasificación y establecimiento de su cronología, pues es un buen "fósil director", es decir, que a partir de él se puede datar con una precisión aproximada un estrato o un yacimiento. Según los autores que seguimos, estas dos piezas estaban en posesión entonces de Esteban Márquez Triguero (Ocaña Torrejón y Rodríguez Adrados, 1962, 143), por lo que presumimos que deben encontrarse en la actualidad en el Museo PRASA de Torrecampo.
       La primera de ellas presenta todas las características de un tipo conocido como lucernas de disco: cuerpo circular con una amplia orla, disco de pequeño tamaño y rostrum (pico) redondeado. Este tipo de lucernas comenzó a fabricarse en el último cuarto del siglo I d.C., manteniéndose durante el siguiente y alcanzando aun el siglo III d.C. 
                                (Fuente: Ocaña Torrejón  y Rodríguez Adrados, 1962, fig. 14.)

       Es frecuente en esta tipología que tengan marcas de officina, del taller donde se fabricaron. La de Majadaiglesia tiene en el fondo la marca "FAVSTI". Tirando de Internet me encuentro que la marca FAVSTI corresponde a una officina itálica de finales del siglo I d.C., aunque el mismo sello se encuentra en lucernas fabricadas en Petra (Jordania), siendo una firma muy frecuente. (Aunque la siguiente cita se refiera a otro tipo de lucernas, también puede ser pertinente para este caso: no era raro el "intento de prestigiar los talleres locales mediante la copia de la firma de un alfarero noritálico... bien conocido, evidenciando una vez más la frecuente costumbre de otorgar mayor calidad a los productos emitidos por una officina plagiando las marcas de otros talleres afamados en el mercado" (Bernal Casasola, 1993, 214). Las actuales falsificaciones chinas de marcas de lujo no son nada nuevo...)
       En cuanto a qué tipo se puede adscribir esta lucerna la rotura de la piquera no me facilita la cuestión, pero por la forma en la que el pico corta el disco, por los apéndices de la orla y por la anchura de la misma, parece una forma Dressel 25, datada en el siglo II d. C- (Celis Betriu, 2005, 443).

       La segunda lucerna que recogen Ocaña y Adrados pertenece a un tipo que ya hemos visto en el blog, pues fue empleada en el ritual de cremación realizado al sur del castillo de Almogábar durante el Alto Imperio Romano, y conocida como "tipo Andújar", por el lugar donde se localizó un taller donde se fabricaban. Este forma se caracteriza morfológicamente por tener aletas laterales y el pico yunquiforme; decorativamente, son inconfundibles con su disco en forma de venera, la concha de la vieira, y sus once surcos radiales. También esta lucerna posee una firma: "tiene por debajo, en relieve una hoja" (Ocaña Torrejón y Rodríguez Adrados, 1962, 128). Cronológicamente, los últimos estudios las adscriben a los tiempos de los emperadores Tiberio y Claudio, aproximadamente, en la primera mitad del siglo I d.C.


(Fuente: Ocaña Torrejón  y Rodríguez Adrados, 1962, fig. 13.)

       En el Museo Arqueológico de Córdoba se encuentra otra lucerna de este "tipo Andújar", con número de inventario 27916, que tiene del puño y letra de Ángel Riesgo Ordóñez el lugar y año donde la recogió: "Majadaiglesia, 1934".


       Las otras lucernas descritas arriba sólo las he podido ver en fotografía, pero esta sí he podido observarla personalmente. Sus caracteres macroscópicos corresponden a una pasta porosa, con pequeñas vacuolas, muy depurada, con desgrasantes claro de pequeño tamaño; su color es anaranjado muy claro. En el fondo tiene la marca/firma, una hora acorazonada bilobulada, parecida a la pica de la baraja francesa (como la hoja que comentaban Ocaña y Rodríguez Adrados de la lucerna anterior):


       Esa es la marca característica del taller encontrado en Los Villares, Andújar, en concreto del grupo D1 de esta tipología (Sotomayor, 1981, 307-313), por lo que parece probable que ambas lucernas, la que presentaron Ocaña-Rodríguez Adrados y esta del Museo de Córdoba, fueron producidas en dicho centro.


(Lucernas del subtipo D1 del "tipo Andújar" de Los Villares, Jaén. Según Sotomayor, 1981, 314.)

         Las lucernas "tipo Andújar" son una derivación de la forma Dressel 3, de periodo tardorrepublicano, pero genuinamente hipánicas, por lo que resultó "excepcional" encontrarse alguna de ellas en el Museo Nazionale de Roma (Bernal Casasola, 1993). Es en el territorio de la antigua provincia Bética donde mayor número de ellas se ha encontrado, sobre todo en la zona del Alto Guadalquivir, como puede comprobarse en el mapa de distribución de las lucernas tipo Andújar en la península ibérica:
(Fuente: Bernal Casasola, 1993, 209; el triángulo rojo es una aportación de cosecha propia.)

       En la recopilación sobre este material en distintas publicaciones (Bernal Casasola, 1993) se conocieron 260 piezas publicadas en el ámbito territorial de la provincia Bética (que no coincide, exactamente, con los límites actuales de Andalucía), destacando la capital cordobesa con 80; Andújar, con 40; y La Bienvenida (Almodóvar del Campo, Ciudad Real), con 25. Se conoce un taller en Andújar donde se fabricaron, lo que se refleja en su alto número. También se ha considerado la existencia de otro taller en Córdoba, lo que unido a la importancia de la capital provincial motiva que sea en esta ciudad donde más lucernas tipo Andújar se conocen. El tercer lugar en número, La Bienvenida, asimismo tiene una fácil explicación, pues la epigrafía ha situado aquí la ciudad de Sisapo (desechándose su tradicional identificación con Almadén). Plinio (Historia Natural, XXXIII, 118) subrayaba la importancia minera del lugar en el siglo I d.C. por la obtención de minio o cinabrio, necesario la obtención del mercurio y colorantes. El mineral era envasado y sellado para transportarlo a Roma, donde era tratado en unos talleres especializados y vigilados por el Estado.
       Son 111 las lucernas tipo Andújar publicadas halladas en el territorio provincial cordobés: 80 en Córdoba; 10 en Cerro Muriano; cuatro en Montilla; tres en Baena y en Fuente Tójar; dos en Nueva Carteya y Cabra; y una pieza en Peñaflor, Palma del Río, Espejo, Cañete de las Torres, Pedro Abad y Cerro de las Cabezas Baja y Alta. A esta número agregamos tres de los Pedroches: la de la cremación al sur del Castillo de Almogábar y las dos de Majadaiglesia (en el Museos PRASA de Torrecampo y Museo Arqueológico de Córdoba).
       Las tres lucernas romanas de Majadaiglesia (las dos de tipo Andújar y la de disco) se datan en los siglos I d.C. y II d.C.

sábado, 24 de agosto de 2013

Los "tesorillos" de Azuel y Moralejo

       Proseguimos recopilando la documentación arqueológica de la que tenemos conocimiento procedente de la comarca de los Pedroches. Además del tesorillo de los Almadenes de Alcaracejos, aparecieron en tierras del noreste de Córdoba otros dos atesoramientos con características similares (contenían monedas y joyas, siempre de plata) y cronología (finales del siglo II o comienzos del I a.C.)
       El tesorillo de Azuel es el primero del que se tuvo conocimiento, aflorando a la superficie al realizarse agrícolas en la Navidad de 1874 en la dehesa del Castillo de Azuel (Cardeña, Córdoba), a unos 500 metros del castillo y cerca del camino de Azuel a Villanueva de Córdoba. La reja del arado arrancaba del suelo un vaso de plata y otros objetos que fueron recogidos, destacando centenares de denarios republicanos (el denario era una moneda de plata que durante el periodo romano republicano, siglos II y I a. C., tenía un peso teórico de unos 4,5 gramos). Como por la misma fecha (1874) se documenta la existencia en la cercana localidad de Villa del Río de otro conjunto similar compuesto por medio millar de denarios, don Manuel Gómez-Moreno, quien estudió este conjunto, consideró que éste fue una desmembración del conjunto aparecido en Azuel, siendo lo aceptado por los estudiosos; aunque nunca se podrá despejar la incógnita de si proceden del mismo hallazgo o de dos independientes.
       En conjunto, habría unos 1.600 denarios (1.096 en Azuel y unos 500 en Villa del Río), de los cuales serían ibéricos (o sea, realizados en cecas de Hispania) unos 275 (107 en Villa del Río y en Azuel uno de Konterbia, Turiasu, Sekobirikes y Arsaos, más 20 de Bolskan y 139 de Ikalesken: ciudades del interior de la Meseta donde se comenzó a acuñar moneda de acuerdo a los patrones romanos); dos vasos de plata; y otros objetos de plata como un torques, un brazalete, un pendiente con forma de león, un anillo de chatón circular con dos prótomos de caballos contrapuestos, un pendiente con cabeza de león y una pequeña campanita.
       Habría resultado muy interesante que los especialistas hubiesen podido analizar el atesoramiento, pero ello no será posible, al menos por ahora. El propietario del terreno se lo vendió en 1878 al jesuita P. Antonio F. Cabré, pesando los objetos 693 gr., y las 1.096 monedas 4.099 gr. Fue vendido al peso, 4,8 kg de plata, a razón de real y medio el gramo, con una ganancia de medio real respecto al valor del metal. El P. Cabré vendió luego la mitad de las monedas y todos los objetos a no se sabe quién, depositando el resto en el gabinete arqueológico del colegio de Chamartín de la Rosa. Dicho jesuita tomó nota en diversos papeles que se conservaron a modo de expediente y que pudo consultar don Manuel Gómez-Moreno, calcando los dibujos que realizó el presbítero de Lucena don Antonio Muñoz del Valle, hermano del propietario del terreno del Castillo de Azuel en 1875.
       El 11 de mayo de 1931 era saqueado el colegio de Chamartín de la Rosa, perdiéndose definitivamente lo que restaba del tesorillo de Azuel. La única reseña es el pequeño artículo y los dibujos de don Manuel Gómez-Moreno.


(Anillo, pendiente, campanita y  brazalete del tesorillo de Azuel, según Gómez Moreno, 1949, 345-346.)

       El último de los atesoramientos conocidos de este periodo romano republicano afloró a la superficie también al realizarse prácticas agrícolas en pago de El Moralejo, unos diez kilómetros al suroeste de Villanueva de Córdoba. En 1961 se encontraban trabajando en dicha finca dos cuñados, Manuel Fernández Chuán y Pedro Fernández Romero. Fue Manuel quien, al arrancar las raíces de una vieja encina seca, se encontró entre ellas una sítula (una especie de olla) de bronce con un centenar y medio de denarios romanos de época republicana. El más antiguo es del año 196 a.C., y los más recientes del 114-113 a.C., con especial abundancia de los acuñados en el 123 a.C. y 116 a.C. También había en la situla un par de brazaletes de plata en una cinta plano-convexa con cinco vueltas en espiral con técnica laminar, filigrana y gránulos. El extremo está aplanado, imitando a la cabeza de una serpiente. 
                                            (Brazaletes de El Moralejo; de la Bandera, 1996.)

         Las circunstancias generales de los atesoramientos de este periodo ya se vieron al describir el tesorillo de los Almadenes de Alcaracejos.





viernes, 23 de agosto de 2013

Majadaiglesia: información desfasada en la declaración de BIC

        En el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía nº 64 de 05-04-2010 se recoge el Decreto 62/2010, de 16 de marzo, por el que se inscribe en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz como Bien de Interés Cultural, con la tipología de Zona Arqueológica, el yacimiento de Majadaiglesia, en el término municipal de El Guijo (Córdoba). Fue una magnífica noticia el que uno de los mayores y mejores yacimientos arqueológicos conocidos del norte de Córdoba recibiera la protección legal que se merecía.
       El Anexo III "Descripción del bien" se basa para la datación del yacimiento en el trabajo pionero sobre el lugar que publicaron Juan Ocaña Torrejón y Antonio Rodríguez Adrados en 1962: El yacimiento Majadalaiglesia – Virgen de las Cruces (Contribución a la Geografía histórica del Valle de los Pedroches. Por ejemplo, Juan Ocaña Torrejón y Antonio Rodríguez Adrados escribieron: "Nos encontramos, pues, ante los restos de un poblado que pudo tener un pequeño germen prerromano, pero que alcanzó todo su desarrollo en la época de Roma, especialmente en los siglos III y IV, a los que corresponden la mayoría de las inscripciones y monedas conservadas" (Ocaña y Rodríguez, Adrados, 1962, 129). En el Anexo III del Decreto podemos leer: "En líneas generales la secuencia de este asentamiento es muy amplia, dado que se ha encontrado material paleolítico, neolítico, de la Edad del Bronce e ibérico, destacando el periodo romano, especialmente tardorromano... En el lateral derecho de dicho patio principal [del cortijo de Majadaiglesia, próximo a la ermita] se encuentra una estancia con un gran horno de obra en la que se encuentra embutido un sillar de granito que contiene la inscripción «ORCIA», que podría identificarse con el nombre de PORCIA, relacionado posiblemente con la población tardorromana que habitó el lugar”.
       En la cronología de las inscripciones lapídeas el Anexo III también se sustenta en el trabajo de Juan Ocaña y Antonio Rodríguez Adrados. Se dice en el Anexo: "En la ermita se hallaron también dos inscripciones funerarias romanas. Una de ellas está reutilizada en el umbral de entrada, la cual data de los siglos III o IV d.n.e., y se podría corresponder con PORTIV(s)/ RIGVS (ca/r)VS SVIS (an/n) LXXX (s)/ E.S.T.T. La otra inscripción, actualmente empotrada en una de las paredes de la sacristía y colocada al revés, y por lo tanto de difícil lectura, podría transcribirse como SEXT (…) ANVS/ PRAE (…) DE MODESTUS, datada en el siglo VI d.n.e.”. La primera inscripción sigue la lectura y cronología de Ocaña y Adrados; la segunda sí mantiene la datación de estos autores, aunque se publica en el Anexo la lectura sobre la misma que aparece en la entrada sobre El Guijo del Catálogo artístico y monumental de la provincia de Córdoba (AA. VV. 1986).
       Toda esta información quedó obsoleta tras la elaboración de la segunda edición del CIL. Como ya dijimos en la entrada en este blog sobre el Corpus de Inscripciones Latinas (CIL) de Hispania, de los diecisiete conventus jurídicos en que estuvo dividida Hispania en el periodo romano han sido publicadas, completamente actualizadas, las inscripciones aparecidas en tres de ellos, entre ellos el cordobés. El que es considerado como el mejor epigrafista latino de Hispania, Armin Ulrich Stylow, estuvo por los Pedroches en la década de los ochenta del pasado siglo revisando personalmente cada inscripción. Su trabajo final sobre las inscripciones del NE de Córdoba, correspondientes a lo que sería la ciudad de Solia (a la que se sitúa, precisamente, en Majadaiglesia), se publicó en 1986. Se puede acceder en Internet a la nueva edición del CIL a través de las páginas de la Universidad de Heidelberg (para la descripción de las inscripciones) y de la Universidad de Alcalá de Henares (para las imágenes).
       Se puede comparar la cronología que atribuyeron Ocaña y Rodríguez Adrados a algunas inscripciones con la que se atribuye en la segunda edición del CIL:


       Se comprende que Rodríguez Adrados y Ocaña creyeran que fue en el periodo tardorromano (a partir de la segunda mitad del siglo III) cuando Solia-Majadaiglesia alcanzó su mayor esplendor, pero la revisión de Stylow derriba esa hipótesis. Ningún historiador ni epigrafista en su sano juicio dudaría de que la lectura de Armin Ulrich Stylow ofrece todas las garantías, frente a la que hicieron unos eruditos bienintencionados, pero sin formación de historiador: Antonio Rodríguez Adrados, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y con una gran formación lingüística, fue notario, y Juan Ocaña Torrejón, maestro de escuela.
       La datación de las inscripciones latinas aparecidas en el entorno de Majadaiglesia según el CIL II2 tiene otra lectura distinta a la de Ocaña-Adrados y el Anexo III del decreto: habría sido en los siglos I y II d.C. cuando Solia-Majadaiglesia habría tenido su mayor relevancia. De esta época (año 122) es el trifinum de Villanueva de Córdoba, cuando Solia hizo valer sus derechos frente a dos municipios ubicados en las orillas del Guadalquivir, Sacili y Epora. También a los siglos I y II corresponden otros objetos aparecidos en Majadaiglesia, como las lucernas (que se verán en otra entrada). Hay un silencio epigráfico a partir de mediados o finales del siglo III, que corresponde con la crisis del imperio en ese periodo. Del periodo hispanogodo sólo consta una inscripción lapídea, bueno, una letra, la "R". La de la patena litúrgica es especial, al estar realizada sobre otro tipo de soporte.

sábado, 17 de agosto de 2013

Cremación altoimperial en los Pedroches

       Los pobrecicos romanos llevan un tiempo postergados en el blog, con las últimas entradas dedicadas a la población en la Edad Moderna. Recuperémoslos con algo que ya tratamos en una Revista de Feria de Villanueva con mi compañera de la UNED, Elisa Ansorena, pero se pretende en el blog recopilar todos los datos posibles sobre la arqueología de los Pedroches (pues de la cuestión documental se ha encargado, en un trabajo meritorio, Antonio Merino en su Biblioteca Solienses). La cuestión central es un enterramiento de cremación datado a inicios del siglo II d.C., en plena época romana flavia, cuando el imperio romano alcanzó su mayor esplendor.
       Vayamos al principio. El castillo de Almogábar se encuentra al oeste de Torrecampo, en un cerro que domina el sector noreste de la penillanura, próximo a uno de los caminos que desde los Pedroches se dirigen al interior de la Meseta, en este caso por el puerto Mochuelo. No sé exactamente cuándo, pero hacia finales del siglo pasado un jubilado se encontraba algo más de un kilómetro al sur de Almogávar buscando criadillas (Tarfezia arenaria, unos hongos hipogeos que aparecen en primavera), cuando al remover la tierra con el escardillo sacó a la luz algo que no tenía nada que ver con los hongos: unos cuantos fragmentos de cerámica y vidrio. Al no apreciar que hubiera allí nada más, los dejó en el lugar sin prestarle más atención.
(Vista del castillo de Almogábar desde el lugar del enterramiento romano.)

       Por el camino se topó con un operario de una explotación cercana que regresaba a Villanueva, comentándole lo que había encontrado. Este hombre, José María Carrillo Herrero [hay que decir los nombres porque luego aparece algún piernas -en la 11ª acepción del Diccionario de la RAE- con pretensiones de apropiarse de la "paternidad" del conjunto], ante la posibilidad de que fueran piezas de valor histórico las recogió y entregó en el Museo Histórico de Villanueva de Córdoba.
       Estuvo acertado el Sr. Carrillo Herrero, pues el análisis de los restos indica que son los propios de un enterramiento por cremación del periodo romano imperial, pudiéndose datar hacia el año 110 d.C., cuando gobernaba en Roma uno de sus mejores emperadores, Trajano (siglos después de su muerte, al elegirse un nuevo emperador desde el Senado se le deseaba que fuera Felicior Augusto, Melior Traiano, "tan afortunado como Augusto, mejor que Trajano).
       Los objetos que se encontraron fueron los siguientes:
  • Un vaso de paredes finas, forma Mayet VIII.
  • Un vaso de paredes finas, forma Mayet XXXVII.
  • Una lucerna tipo "Andújar", derivada de la forma Dressel 3.
  • Un fragmento de espejo(?) de bronce.
  • Un ungüentario o balsamatorio de vídrio forma Isings 82.
  • Una copa de vidrio de pie anular forma Isings 85.
(Mayet, Dressel o Isings son autores que han estudiado muy detenidamente una serie de objetos, analizándolos y clasificándolos, siendo el referente para el estudio de piezas similares).

(Restos cerámicos y vítreos tal y como se encontraron.)

       Para los romanos, cuando alguien moría era imprescincible realizar un ritual funerario, porque de esta manera se aseguraba que el difunto pudiera llegar tranquilamente al Más Allá. De lo contrario, el alma del finado vagaría por la tierra en forma de fantasma maligno, algo que no le gustaba nada a un romano vivo. 
       El ritual funerario comenzaba en la propia casa del fallecido y, curiosamente, se empezaba haciendo lo mismo que cuando nacía un niño: depositar el cuerpo en la tierra. Para ellos, de esta forma se completaba el ciclo de la vida. Tras esto, se daba el último beso al cadáver, se le cerraban los ojos y se lavaba y aplicaban sustancias aromáticas al cuerpo. Una vez preparado éste podía dar comienzo la ceremonia principal o velatorio. En él, como hoy en día, se reunían los parientes y amigos para expresar el dolor por su pérdida. Durante el velatorio había también que gritar el nombre del difunto para asegurarse de que realmente estaba muerto. Al cuerpo, ya limpio y aseado, se le colocaba una corona de flores y una moneda en la boca: era creencia de los romanos heredada de los griegos que para llegar al mundo de los muertos había que atravesar la laguna Estigia, y esa moneda era pagar al barquero Caronte para atravesar la laguna.
       Finalizado el velatorio, el cuerpo era trasladado hasta el lugar donde sería depositado, organizando para ello una procesión que se realizaba a horas nocturnas. Para los más adinerados era una magnífica ocasión para hacer exhibición de sus riquezas.
       Las formas de deposición del cadáver para la vida eterna fueron diversas en el periodo romano. Cremación e inhumación coexistieron a lo largo de su historia, variando el predominio de una u otra según el momento. Durante el periodo altoimperial la cremación fue el modo dominante, aunque en este periodo se mantiene la inhumación en los pobres, esclavos y niños menores de siete años [la inhumación comenzó a imponerse a finales del siglo II d.C., siendo ya exclusiva a comienzos del siglo IV] (Vaquerizo, 2001, 74). Damos por supuesto de que se trató de una cremación.
       Siguiendo con el ritual, una vez elegido el lugar se realizaba un agujero en la tierra, donde se quemaba el cadáver (es lo que se conoce como cremación primaria o bustum; si la cremación se realizaba en un lugar distinto a donde serían depositadas las cenizas, se conoce como ustrinum). En este tiempo los romanos consideraban que el fuego y el alma eran de naturaleza similar, razón por la que creían que ésta llegaría así rápidamente al otro mundo.
       Las cenizas de la cremación (los especialistas prefieren utilizar este término, porque no se completaba una auténtica incineración) se entraban en una urna que sería enterrada junto con el ajuar funerario. Como se creía en la existencia de otra vida tras la muerte, de depositaban junto al individuo objetos que había utilizado en vida y que ahora le servirían en la otra del Más Allá: ropa, cerámica, utensilios de trabajo, etc. Junto a estos objetos también se colocaban otros relacionados con el ritual funerario; una lucerna para que le alumbrase en su camino hacia la otra vida, recipientes cerámicos y de vidrio para alimentos y bebidas, o ungüentarios (también se les puede denominar balsameras) para contener perfumes.
       Finalizados estos actos, los rituales funerarios proseguían en ceremonias que duraban nueve días, y entre las que se incluía el llamado banquete ritual en el que se hacía partícipe al propio muerto, ofreciéndole comida y bebida. Este banquete se repetía el día del cumpleaños del difunto y en otros establecidos para ello similares a nuestro actual día de los difuntos.

Representación de una cremación del siglo I d.C. similar a la del castillo de Almogóbar.

(Fuente: Vaquerizo Gil, 2001, 77.)

       Analicemos ahora algunas de las piezas del ajuar o depósito funerario ritual. Los romanos no solían tomar el vino solo, lo aguaban un tanto. Esto lo había heredado de los griegos que pensaban que solamente los bárbaros bebían vino puro (paradójicamente, los privilegiados que ahora beben Vega Sicilia opinan exactamente lo contrario, que aguarlo sería propio de muy bárbaros). Tanto griegos como romanos lo mezclaban con agua y para ello utilizaban un amplio repertorio cerámico. Por un lado estaban las cráteras que eran recipientes grandes y de boca ancha en donde mezclaban el vino y el agua. La bebida resultante se sacaba de las cráteras con unas jarritas y con ellas se rellenaban las copas o vasos de cada persona. Los que hemos denominado arriba “vasos de paredes finas” eran eso, recipientes para beber. Este tipo cerámico puede considerarse como un grado intermedio entre la cerámica común y la vajilla de lujo. Los dos tipos que se incluían en la sepultura, tipos Mayet VIII (que se caracteriza por tener el borde exvasado y oblicuo) y Mayet XXXVII (decorada con aplicaciones plásticas de mamelones), son de la primera mitad del siglo I d. C.
(Vaso de paredes finas tipo Mayet VIII con decoración de espinas.)

       Hay en el depósito funerario ritual dos recipientes de vidrio. Uno es una copa con pie anular (forma Isings 85) destinada, como el vaso cerámico de paredes finas, a consumir vino, y cuya cronología está en el comienzo del siglo II d. C. en adelante. El otro es un ungüentario (forma Isings 82) empleado para contener las esencias aromáticas usadas en los ritos de la cremación, como demuestra su depósito, pequeñísimo y apropiado para productos muy caros, y su largo cuello, para evitar en lo posible la evaporación y poder verter gota a gota sin derramar. Esta forma se desarrolla desde finales del siglo I d. C. hasta comienzos del III d. C.
       En la Antigüedad fabricar vidrio era un complejo proceso que ya conocían los egipcios y mesopotamios desde finales del III milenio a. C., aunque exigía un trabajo laborioso y complicado, lo que se traducía en un precio muy elevado del objeto resultante. Pero a mediados del siglo I a.C. alguien descubrió que si tomaba un trozo de la pasta vítrea fundida y soplaba sobre ella a través de un largo tubo, de una forma rapidísima podía hacer vasos y otros recipientes, dándoles cualquier forma. La extrema sencillez del proceso (aunque claro, hay que aprender y adquirir esa habilidad) y su rapidez hicieron que los costes de fabricación de objetos de vidrio descendiese vertiginosamente. Y al abaratarse los costes y descender el precio se favoreció que pudiesen adquirirlos muchas más personas, incentivando así la oferta de producción (más o menos es lo que hizo Henry Ford al fabricar los coches en serie a comienzos del siglo XX, al abaratar los costes de producción la clase media americana comenzó a motorizarse). Escribe un especialista en vidrio romano, el profesor Ángel Fuentes: “El vidrio pasó en época romana de ser un material escaso, carísimo y muy valioso a ser un material abundante, asequible cuando no barato y, sencillamente, valioso, no caro… Desde el segundo tercio del siglo I se empieza a soplar ampliamente el vidrio en múltiples puntos de Hispania… Así pasó el vidrio de ser un material raro y escaso en Hispania a ser un material abundante, cotidiano, que llegó al último rincón de la geografía peninsular, a cualquier nivel social de la Hispania romana”, aunque, claro,en las pequeñas localidades el vidrio llegaba difícilmente pues en su transporte mermaba mucho su cantidad (se rompía) y aumentaba su precio” (Fuentes, 2006, 14).
       El deposito ritual funerario de nuestro desconocido romano de hace casi dos mil años nos demuestra que esos objetos de vidrio también llegaron a las zonas rurales del Imperio, y no sólo a las grandes ciudades como Córdoba o Mérida. Nos hablan de una sociedad fuerte, que permite, además de las relaciones comerciales de objetos suntuarios con otras partes del Imperio, el establecimiento de talleres en la propia zona para fabricar estos objetos como es el caso de la lucerna que formaba parte del depósito ritual. Ésta posiblemente fuera hecha en la misma provincia Bética, y ello lo sabemos porque se trata de un tipo muy característico a la que los arqueólogos llaman “tipo Andújar”, derivada de la forma Dressel 3, y es que en esta localidad se encontraron los restos de un taller que realizaba lucernas como la que nuestro desconocido romano tenía en su ajuar funerario. La elaboración de este tipo de lucernas arranca en época julioclaudia, perviviendo hasta la época Flavia. Se caracterizan fácilmente porque su disco está decorado con la forma de una venera. La función de todas las lucernas es la iluminación, en este caso, como decimos, alumbrar al finado en su camino al Más Allá.

Lucernas tipo "Andújar".

(Tomado de Roca Roumens y Sotomayor Muro, 1981.)

       Un problema con el que nos topamos Elisa y yo al estudiar este depósito ritual funerario es la presencia de un espejo de bronce (que para el profesor Vaquerizo es característico de las cremaciones más antiguas de comienzos del siglo I después de Cristo), junto a recipientes de vidrio que son más modernos, típicos de finales del siglo I o comienzos del II. Caben varias interpretaciones: o bien ese espejo de bronce es un arcaísmo, una tradición antigua que hacia el año 110 después de Cristo se había dejado de emplear en las ciudades, pero continuaba en el medio rural; o bien, dado el carácter del descubrimiento, estos recipientes podrían pertenecer a dos o más cremaciones. Si todos los objetos aparecieron en la misma tumba (algo que por la forma en cómo se halló no se puede garantizar, aunque parece lo posible), el vidrio es lo más moderno que hay en el ajuar y las cerámicas son un poquito más antiguas. Pero eso no es raro. El vidrio es más frágil y se amortiza antes que el resto de los materiales. Especialmente por la cronología del vaso de vidrio es por lo que nos decantamos por los inicios del siglo II d. C. como fecha en que se produjo se el suceso.
       El ajuar nos habla, por tanto, de que la romanización estaba plenamente consolidada en el interior del sur de la Península hacia el año 110 después de Cristo. Hasta tal punto Hispania se había hecho romana, que el emperador que por entonces reinaba en Roma, Trajano, había nacido en la provincia Bética (aunque, aclaremos, eso es algo circunstancial, pues Marco Ulpio Trajano era y se consideraba tan romano como uno nacido cerca del Foro Boario romano). Es fácil suponer entonces que sus paisanos gozaban de una importante posición en el ámbito del Imperio. Y es que los emperadores romanos llevaban ya tiempo sirviéndose del apoyo de la gente de las provincias para sus guerras y conquistas y para mantener controlados a los pueblos conquistados. Como era lógico esto exigía recompensas por parte de los emperadores y éstas eran una serie de privilegios tanto políticos como económicos para los provinciales. Desconocemos cuál era su estatus social, mas aunque ese romano de nombre desconocido hubiera vivido y muerto en pleno medio rural, alejado de los núcleos urbanos y a un par de días de viaje de la capital provincial, los objetos que le acompañaron en su último viaje no eran inferiores a los de tumbas de Córdoba. Lucernas tipo Andújar, ungüentarios de vidrio o vasos de paredes finas se han encontrado en necrópolis de la capital cordobesa del mismo periodo altoimperial (Vaquerizo, Garriguet y Vargas, 2005).


Un esclavo negro bautizado en Villanueva

       La actual calle Córdoba se llamó hasta 1864 "Del Cuartel", pues en ella tenía una de sus bases el ejército en sus desplazamientos. Es con relación a un militar que eventualmente se encontraba en Villanueva de Córdoba la causa del bautismo en la iglesia de San Miguel de un esclavo de raza negra en 1690. La transcripción de la partida a la ortografía actual es la siguiente:

"En la Villa de Villanueva de Córdoba, en veintiocho días del mes de septiembre de mil seiscientos y noventa años, yo, el Licenciado Francisco Arias Ramírez, Vicario y Cura de la Parroquial de esta Villa, bauticé sub conditione, con la solemnidad que dispone el Ritual Toledano, a Diego Catecúmeno de la isla de Cabo Verde, esclavo de Don Diego de Ortega y Benavides, Capitán de la Armada Real de España en el Tercio de Don Pedro Fernández Navarrete, residente en el cuartel de esta dicha Villa. Fue su padrino [el] dicho Don Diego de Ortega y Benavides, a quien advertí el parentesco espiritual que se contrae en este santo sacramento, siendo testigos Alonso Moreno Tamaral, teniente de Gobernador; Bernardo Ruiz Moreno, Martín García Molinero, alcaldes ordinarios, y otros muchos vecinos de que doy fe y firmo. Francisco Arias Ramírez."

       En lugares cercanos a África como Tarifa, en el siglo XVI los bautismos de esclavos eran relevantes, hasta del orden del cinco por ciento. En la ciudad de Córdoba en las dos primeras décadas del siglo XVII se han localizado más de dos mil expedientes notariales de compraventa de esclavos. Quiere decirse que la esclavitud fue relativamente frecuente en ciertos ámbitos durante el reinado de los Austrias. Sin embargo, éste es el único caso que conocemos en Villanueva de la presencia de una persona de esta condición social y, por lo que vemos, es completamente anecdótica y en absoluto relacionada con los vecinos de Villanueva. La ceremonia debió de ser un acontecimiento social, pues se realizó en la víspera del patrón local, San Miguel, asistiendo las autoridades locales. El bautismo se realizó sub conditione, al no saberse con seguridad si ya se le había administrado el sacramento a Diego Catecúmeno, natural de la isla de Cabo Verde.

martes, 13 de agosto de 2013

El cristianismo en los Pedroches en la Antigüedad Tardía (II): la cruz.

       Ya se advirtió en la primera entrada sobre esta cuestión: si en los estudios sobre el periodo conocido como Antigüedad Tardía priman los de carácter cristiano, se debe a dos factores. El primero, la mayor abundancia de información sobre esta materia que sobre otras, y en segundo, la facilidad para reconocer los elementos relacionados con la religión cristiana. Pero eso no quiere decir que esta religión se hubiese impuesto por completo en este tiempo en la península, pues si en el siglo VI San Martín de Dumio prohibía a sus feligreses realizar prácticas paganas, como encender velas junto a los peñascos, árboles, fuentes o encrucijadas de caminos, es, obviamente, porque sus feligreses lo hacían.
       La cruz es el símbolo cristiano por excelencia, pero no fue así en los tres primeros siglos de existencia de esta religión, en los que se usaron otros iconos (el pez, la paloma, el pavo real, espigas y vides). Debe considerarse también que la crucifixión era un castigo infamante, y sus seguidores no estaban al principio muy dispuestos a recordar que su líder hubiera muerto así. Tras el levantamiento definitivo de su prohibición a comienzos del siglo IV, la cruz comienza a aparecer en la iconografía cristiana. Primero está "desnuda" (es decir, sólo se representan los travesaños, no la imagen de Jesús), y a mediados del siglo V ya aparece "vestida" en la puerta de la Iglesia de Santa Sabina de Roma.
       En la Hispania de los siglos VI-VII existieron dos tipos de cruz, derivados de la cruz griega en la que sus cuatro brazos tienen el mismo tamaño. Una es la potenzada, que tiene los extremos de sus brazos adornados por potenzas, piezas en forma de letra "T" mayúscula. La podemos encontrar en esta moneda acuñada por Leovigildo entre los años 568-586 en la ceca de Toledo (dado lo "rústico" del arte hispanogodo, también se podría considerar que es una cruz patada o ensanchada):

(Detalle del anverso. Fuente: http://www.maravedis.net/visigodos_leovigildo.html )

       Este mismo tipo de cruz nos lo encontramos en el chatón de un anillo de bronce aparecido en los Pedroches. Es un sello con la cruz en el centro y cuatro "flores" orlándola. Este motivo decorativo compuesto por un punto rodeado de un círculo es muy frecuente en las placas de cinturón rígidas del siglo VI, pero muchísimo más raro en las placas articuladas de perfil liriforme del siglo VII. Por estos motivos consideramos que se puede datar al menos relativamente a este anillo en el siglo VI. En ambos laterales muestra unos adornos incisos en forma de espigas o palmas.
       El otro tipo de cruz es la conocida como "patada", en la que sus brazos se estrechan al llegar al centro y se ensanchan en los extremos. Se encuentra en una de esas placas articuladas, también procedente de los Pedroches, que, por su forma, han recibido el nombre de "liriformes", y que los especialistas como P. de Palol o G. Ripoll encuadran en el siglo VII. Junto a la cruz se encuentran las letras alfa y omega, un símbolo cristiano extraído del Apocalipsis 1, 8: "Yo soy el Alfa y el Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso". Hay que hacer notar que la letra alfa no tiene el travesaño horizontal.


       Parece interesante que este motivo cristiano por excelencia aparezca en elementos de la vida cotidiana, como anillos o hebillas de cinturones, y sería señal de que, al menos en buena parte de los habitantes de la comarca, el cristianismo era la religión asumida (el que aparezcan objetos litúrgicos como una patena en Majadaiglesia, donde es más que probable que existiera una iglesia, no es tan raro; lo que sí es muy extraño es que no aparezcan inscripciones de la época del baptisterio o de la patena, y sí una docena de romanas de los siglos I al III).
       La cruz también nos la encontramos encabezando la lápida de Ilderico, un famulus Christi, siervo de Cristo, que fue enterrado en el año 665 en lo Alto los Barreros, un kilómetro al oeste de Villanueva de Córdoba. Fue descubierta por Ángel Riesgo, pero pasó a poder del ingeniero Manuel Aulló (de quien procede la foto que se publica), y de él al Museo Arqueológico Nacional, donde se encuentra actualmente en la sala de los visigodos.
(Fuente: Aulló Costilla, 1925)

       Las cruces patadas que aparecen en algunos platos de vidrio depositados en sepulturas de esta época en la comarca, son asimismo muy interesantes, tanto por su posible funcionalidad como por la pieza en la que se encuentran.
       En Hispania, desde la época romana era frecuente depositar objetos de vidrio en las sepulturas, costumbre que se mantuvo hasta al menos el siglo VII. Son de muchas formas: ungüentarios con un pequeño depósito y largo cuello para contener perfumes o esencias valiosas, vasos, jarros... Pero no platos; digo platos porque es la palabra que mejor encuentro para definirlos, porque como vasos, copas o escudillas no se pueden considerar.

(Fuente: Marcos y Vicent, 1998, 215.)

       La mayoría de estos platos proceden de las sepulturas excavadas por Ángel Riesgo Ordóñez. Dos de ellos tenían tenían una cruz patada labrada en relieve en su fondo. Se encontraron uno en la Loma de la Alcarria (entre los términos de Villanueva de Córdoba y Adamuz) y el otro en el Barranco del Hornillo (Montoro). (Entre uno y otro lugar hay unos 3,5 km en línea recta.) Algunas piezas de este tipo han aparecido en diversos lugares de España, desde Granada a Álava, pero son muy poco frecuentes en la península y, con el tiempo, habrá que volver a ellas.

jueves, 8 de agosto de 2013

Transmisión de los apellidos, s. XVII y XVIII

       En los estudios de demografía los temas que veo que han sido más estudiados corresponden a los movimientos naturales de la población y otras tasas e índices: natalidad, mortalidad, fecundidad, esperanza de vida... También se han tratado cuestiones sociales como la ilegitimidad o grupos minoritarios (moriscos, esclavos), pero las cuestiones de genealogía o onomástica no han merecido tanta atención (a excepción de los linajes nobiliarios, claro). Es por este motivo por lo que decidí indagar en ellos, tomando como fuente básica los registros parroquiales de la de San Miguel de Villanueva de Córdoba.
       Como nuestros apellidos actuales nos acompañan incluso desde antes de nacer, creo que prácticamente todos hemos curiosidad por conocer su origen, pues es el elemento de nuestra persona que puede tanto distinguirnos de otras como relacionarnos con una o varias familias.
       No es raro encontrarse en una casa un azulejo con el "escudo del apellido" del dueño. Eso es falso: los apellidos no tienen ningún blasón propio, sino que éstos corresponden a determinadas familias, y deberían hacer un estudio genealógico para comprobarlo.
       Otro fallo en el que incurrió quien encargó que le mandaran "su escudo" es creer que sus apellidos se han transmitido sin cambios pasando de padres a hijos a lo largo de los siglos. Y que esto no fue siempre así se colige de lo que ordenó el Obispo de Córdoba en su Visita a la parroquial de San Miguel de Villanueva en 1720: En la Villa de Villanueva de Córdoba, a trece días del mes de julio de mil setecientos y veinte años: el Ilustrísimo Señor Don Marcelino Siuri, Obispo de Córdoba, del Consejo de su Majestad, en continuación de su Visita General de las iglesias de este Obispado, visitó la de esta Villa, y registró este libro, en cuya inspección mandó que los curas de ella, en adelante, en los bautismos que ejecutaren, después del propio nombre impuesto al infante (que ha de ser santo conocido y reconocido por tal en la Iglesia), no se le dé apellido de santo alguno, ni sus padres se expresen con apellidos de santo, si no es con los propios, de sus mayores, para que siguiéndose los mismos en los infantes y sucesores, se evite la equivocación y confusión que puede seguirse de no guardarse los apellidos propios del linaje.
Otrosí mandó dicho Señor Ilustrísimo no se imponga un nombre mismo a dos hermanos, aunque el primero sea difunto, ni se omita la común nota del día, y si se pudiera, de la hora de nacimiento del infante.
       Como en los libros de bautismos sólo se anotaba el nombre del niño, no sus apellidos, para saber cómo se transmitían los apellidos de generación en generación hay que recurrir a los de matrimonios, donde constaba el nombre completo de los novios y de sus padres. Los matrimonios celebrados en 1720, el mismo año de la visita fueron los siguientes:


       Entre los novios, nueve llevan los mismos apellidos (o apellido) que el padre; siete tienen alguna relación con los apellidos paternos o maternos; y catorce no tienen ninguna. Con las novias es más complejo aún: dos tienen los apellidos del padre, y cinco de la madre; once tienen alguna relación con los paternos, pero no completa, y trece no tienen ninguna concordancia. Quiere decirse que de los 29 matrimonios la mitad de los contrayentes portaba apellidos que no eran concordantes con los de sus padres. Esto no implica que los apellidos se impusieran de forma aleatoria, sino que además que transmitirse de padres a hijos también se hacía de abuelos a nietos. Además, he visto casos en que los apellidos del niño se debieron a alguno de sus padrinos e, incluso, he podido comprobar cómo la misma persona aparecía en distintas inscripciones (matrimonio o nacimiento) con dos apellidos distintos, cada uno correspondiente a uno de sus abuelos.
       Hay que hacer notar que aunque hubiese apellidos compuestos por varias palabras, se comportaban como si fuera uno solo, y así Díaz de Luna, Sánchez Fresco o Gutiérrez Blanco pasaban completos de padres a hijos o de abuelos a nietos.
       Para saber cómo se fueron transmitiendo los apellidos entre generaciones en los siglos XVII y XVIII, y si al final le hicieron caso al bueno de don Marcelino y acabaron por imponer a los niños los apellidos de sus padres, hemos analizado los matrimonios, estableciendo varias categorías:
* Concordancia completa del apellido (o apellidos) del hijo con el del padre.
* Concordancia parcial entre los apellidos del hijo y los del padre: por ejemplo, el hijo es "Fulano de Luna", y el padre "Mengano Díaz de Luna"; o viceversa.
* Idénticas categorías para con los apellidos de la madre.
* No existe relación entre los apellidos de los hijos y los de los padres.

       Se han tomado series quinquenales, dos de finales del siglo XVII y las otras tres desde mediados del XVIII. Los resultados hablan por sí solos:

Porcentajes de los distintos modos de transmisión de apellidos en Villanueva de Córdoba, 1673-1802

        Hasta mediados del siglo XVIII la mitad de las personas que se casaron tenían apellidos que en nada se relacionaban con los de sus padres, siendo más frecuente esto entre las mujeres que en los hombres. Esta costumbre disminuye en los matrimonios celebrados entre 1781-1785, es decir, de personas que nacieron entre 1750-1760, aumentando significativamente en este quinquenio las transmisiones de apellidos completos maternos, sobre todo en las mujeres.
        Los nacidos en la década de 1770, y que contrajeron matrimonio finales del siglo XVIII, ya tienen casi en su totalidad los mismos apellidos que el padre. Entre los 226 matrimonios del quinquenio he encontrado a cuatro personas que tenían dos apellidos, uno procedente del del padre y otro de la madre (nuestro modelo actual), pero son anecdóticos, lo que se adopta mayoritariamente es imponer al niño el apellido, o apellidos, del padre.
         Esto quiere decir que se tardó medio siglo en seguir la orden del Obispado referente a la transmisión de los apellidos, "los propios, de sus mayores". Ya se ha dicho que en la mayoría de casos sin relación entre apellidos de padres e hijos se debe a que éstos tomaron (o les dieron) el apellido de alguno de sus abuelos, que no tenía que ser preferentemente el paterno. Es a partir de 1770 cuando, al menos en Villanueva de Córdoba (creo que en el resto de villas de los Pedroches sería muy similar), los hijos toman el apellido del padre. Con la instauración del Registro Civil en 1871 se impuso obligatoriamente la doble procedencia paterno-materna de los apellidos de los recién nacidos.

martes, 6 de agosto de 2013

Nombres propios (1691-1710) en Villanueva de Córdoba

       Hasta finales de la década de 1680 no se aprecia que hubiera ningún cambio en la imposición de nombres a los niños. Hasta ese momento la onomástica de Villanueva de Córdoba se caracterizaba por la exclusividad de nombres simples y por el predominio de ciertos nombres, mucho más acusado en los femeninos.
       Pero a partir de 1685 comienza una nueva tendencia, que va surgiendo poco a poco para afianzarse en la década de 1690: la imposición de nombres compuestos, con una riqueza y variedad propia de la época barroca.
       Se han recogido los nombres de 2.924 personas bautizadas entre 1691 y 1710 en Villanueva de Córdoba, 1.489 varones y 1.435 mujeres.
       En cuanto a los nombres masculinos:
* En estos dos decenios se emplearon 141 nombres, lo que supone una media de 10,56 personas por nombre.

* Los 47 nombres simples supusieron el 92 % del total de varones; los 92 nombres compuestos se emplearon en el 8% restante.

* Hubo 87 nombres que fueron llevados sólo por una persona.

Relación completa de nombres, y porcentaje, de los varones nacidos en Villanueva de Córdoba, 1691-1710.


 * Los nombres de varón más frecuentes siguen siendo Juan, Francisco, Pedro y Bartolomé; aunque disminuye algo su porcentaje, entre los cuatro abarcaban al 45,94% de los niños nacidos en ese periodo. El nombre de Alonso (y también ya algún Alfonso) asciende en detrimento de Martín.

Porcentaje de los nombres masculinos más frecuentes en 1591-1610, 1649-1668 y 1691-1710.


 Sobre los nombres femeninos:
* Se aplicaron 139 nombres, equivalentes a 10,32 mujeres por nombre (una cifra prácticamente similar a la de los varones).

* Los 39 nombre simples agruparon al 82% de las niñas nacidas en ese periodo, y los 100 compuestos al 18%. Esto significa que hubo una mayor incidencia de los nombres compuestos en las mujeres que en los hombres.

* Un total de 84 nombres de mujer sólo tuvieron una representante.

Relación completa de nombres, y porcentaje, de las mujeres en Villanueva de Córdoba, 1691-1710.



* Continúa la abrumadora mayoría de María, Catalina y Ana, aunque su proporción desciende al 52% frente al 64% de medio siglo antes. Aunque el predominio de María se afianza con los nombres compuestos, pues será el preferido entre los femeninos para formarlos: 52 nombres compuestos (el 37,4% del total del repertorio onomástico femenino) tomarán a María para formarlos.

Porcentaje de los nombres femeninos más frecuentes en 1591-1610, 1649-1668 y 1691-1710.
* Debe quedar bien claro que para la formación de los nombres compuestos no se empleó como norma la costumbre, frecuente hasta no hace tanto, de imponer el segundo nombre por el santo del día. Tras ir comprobando los nombres y fechas de nacimiento con el Santoral completo del Dr. Ángel Fábrega Grau (auténtico mano santo para este cometido, nunca mejor dicho) se comprueba que los nombres relacionados con el santoral no suponen más de un tercio, y no siempre fueron el segundo: por ejemplo, en 4 de diciembre (día de la patrona de los mineros) nacieron Bárbara Brígida o Bárbara María. Esta misma circunstancia, de imponer el nombre del santo del día como el primero también se observa en los formados con Eulogio, Lorenza, Cayetana o Melchor de la Cruz (nacido, evidentemente, un 6 de enero).

* Nombres compuestos como Ana María o María Josefa llegan a tener unos niveles relativamente elevados, estando en los puestos 10-11 de la relación. En los masculinos, el nombre compuesto más frecuente, José Francisco, ocupa el lugar 32.

* La principal vía de transmisión de nombres fue la de abuelo-nieto, pero también se comprueba que hubo entonces, como ahora, un efecto que puede denominarse de "mimetismo": es lo evidente tras verse casi seguidas en la serie de bautismos a dos personas con el mismo e infrecuente nombre, como María Agustina o María de San Lorenzo.

* Otro aspecto interesante a destacar es que tras afianzarse los nombres compuestos, en los femeninos comienzan a aparecer las primeras advocaciones marianas. La primera, y no es raro, fue en 1695, con una niña a la que impusieron de nombre María de Luna; continuaron con María Candelaria y Catalina María de las Nieves. Porcentualmente, son muy poco significativos aún, pero le están abriendo las puertas a las Lolas, Cármenes o Conchas del futuro.

* En la elección de los nombres no parece que se buscasen siempre "nombres bonitos", de sonoridad o evocaciones agradables, como puede ser Rosa María, también nacida la primera jarota con este nombre en 1695, sino que por la propia elección de los padres (acaso mediatizada por la atávica costumbre de nombre de abuelo al nieto) surgieron nombres compuestos que hoy resultarían imposibles (al menos no figuran en la base de datos onomásticos del Instituto Nacional de Estadística, o existen menos de veinte personas con dichos nombres en todo el territorio nacional, según los datos procedentes de la Estadística del Padrón Continuo a fecha 01-01-2012 en el censo de 2010), como Josefa Bernarda, Felipe Lucas, Martina Micaela o Pelagio Antonio. Aunque mis preferidos con Toribio José y Francisca Matea. Más que barrocos, son nombres churriguerescos.

* Con todos los nombres nuevos da la impresión de que se busca una identificación de la persona, frente a la monótona marea de María, Juan, Pedro y Catalina.

* Debemos preguntarnos el porqué de este cambio del repertorio de nombres, y también por qué precisamente en estas fechas. Normalmente, los cambios en la onomástica son consecuentes a transformaciones sociales o culturales. Todos conocemos un claro ejemplo de esto, cuando con la Transición, e incluso algo antes, se introducen muchos nombres de pila hasta entonces desconocidos, muchos de ellos procedentes de la cultura anglosajona. Planteo la hipótesis de que el cambio de nombres del periodo 1691-1710 fue una consecuencia de la grave crisis por la que atravesó la población de Villanueva de Córdoba entre 1679-1685.
       Durante la segunda mitad del siglo XVII la población de Villanueva se mantiene estacionaria: 817 vecinos en 1657 y 837 en 1694. Estamos en el periodo más frío de la Pequeña Edad del Hielo, conocido como Mínimo de Maunder (1645-1715), con inviernos muy rigurosos en el interior peninsular. No disponemos de la serie de defunciones, pero sí las de nacimientos, que muestran en 1679 y 1685 los mínimos de toda la segunda mitad del siglo XVII, inferiores aún al volumen de nacimientos de 1651, cuando Villanueva de Córdoba se vio afectada por la peste. En las actas del Ayuntamiento de Pozoblanco de estos años se muestra la preocupación de las autoridades locales en mantener un cordón sanitario para evitar el contagio de la peste, lo que consiguieron, pero no pudieron evitar verse afectados por "nuevas enfermedades" y una terrible crisis de subsistencias.
       El notario de Bujalance D. Juan Díaz del Moral cita la serie de calamidades que afectaron a la población cordobesa en esta época: “[Hubo] en 1679, epidemia de palúdicas; en 1682, peste; en 1683 se pierden las cosechas por sequía; en 1684, exceso de lluvias, peste de tabardillos; en 1685, pérdida de cosechas por sequía; en 1687, 1689 y 1690, sequía” (Díaz del Moral, 1929, 64). Los mínimos de nacimientos en Villanueva coinciden con la epidemia de paludismo (1679) y la de tifus (1684-1685), unida esta última a una carestía de alimentos, algo que resultaba frecuente en esta época: los ingleses llamaban al tifus la "fiebre del hambre". (Por cierto, que aunque en el siglo XVII se llamase con el nombre de "tabardillo" indistintamente al tifus exantemático y a las fiebres tifoideas -las típicas salmonellas estivales-, tanto la etiología como el vector de transmisión -piojo en el primer caso; humanos y agua o alimentos contaminados en el segundo- de cada una son completamente distintos.
       El periodo de 1679-1685 fue especialmente crítico, y aunque la población reaccionó con un tremendo vigor (los 87 nacimientos de 1685 se convirtieron en 196 en 1690) esta etapa dejó su recuerdo en quienes la padecieron y, quizá como ocurrió mucho después durante la Transición, comenzaron a imponer nuevos nombres a los recién nacidos con la esperanza de que tuvieran un futuro mejor. Es sólo una hipótesis, pero lo significativo es que el cambio de la onomástica se produjo, precisamente, después del periodo de crisis, y no antes o durante ella.